How now, my lord, why do you keep alone,
Of sorriest fancies your companions making,
Using those thoughts which should indeed have died
With them they think on? Things without all remedy
Should be without regard: what's done, is done.
Of sorriest fancies your companions making,
Using those thoughts which should indeed have died
With them they think on? Things without all remedy
Should be without regard: what's done, is done.
La señora
Maclila pasó por frente al cuarto de su marido y volvió a exasperarse al encontrar
las puertas del clóset de par en par y la bombilla encendida. La presión
sanguínea le calentó la cara. Cada año que pasaba, empeoraba la inconsciencia
de su marido. A la señora Maclila le martillaba en la mente regresar a vivir
sola. Volver a ser la reina de la casa, de su casa, sin que se moviera nada sin
su consentimiento. Entró al cuarto balbuceando una maldición. Antes de cerrar
las puertas, volvió a organizar la ropa que colgaba en la percha. Esta vez
acomodó todas las camisas blancas a la derecha, la vez pasada las sorteó por
colores y de acuerdo con el largo de las mangas. Los zapatos los viró con las
puntas hacia la pared. Se puso de pie, cerró con fuerza las puertas y salió
presurosa. Se detuvo y entró de nuevo a revisar el orden de las camisas. Las
volvió a acomodar, pero esta vez puso las blancas al lado izquierdo porque su
marido era zurdo. Estaba harta del cambia cambia constante. A diario sufría lo
mismo. Siempre que le reprochaba a su marido tales descuidos, la risa de él le
provocaba una punzada en el tímpano del oído. ¿Por qué tenía que mortificarla de
tal manera? ¿Acaso no fue buena ella con él? ¿No le cumplió como esposa y
amante? Le lavaba su ropa tres veces, una a mano y dos a máquina, para que
quedara limpia y sin rastros de bacterias. Fregaba los pisos dos veces al día
los siete días de la semana, a media mañana y a media tarde, para que no quedase polvo y evitar las alergias. Siempre le picaban las filosas manos por
lo que se las frotaba constantemente con humectantes para que se mantuvieran
tersas y lozanas. Se lo había advertido a él innumerables ocasiones y ya le
dolía la garganta de tanto repetirle: No, quiero que me dejes las bombillas
encendidas ni las puertas del clóset abiertas.
¿Por qué la
hacía sufrir y por qué a ella no podía dejar de molestarle las malditas puertas
abiertas? Tal evento la empujaba a actuar de manera irracional. Evitaba que
pudiera dedicarse a otras cosas; pero era una conducta instintiva. Algo dentro de
ella la hacía hacer cosas que los demás las catalogaban de extrañas, de loca. Pasaba
lo mismo con los zapatos. Tenía que acomodarlos que parearan con las losas del
piso. A veces, buscaba la regla para asegurarse de que estaban equidistantes de
la pared del clóset. A la hora de acostarse, las pantuflas debían sobresalir
solo la mitad de debajo del colchón. Se angustiaba más cuando encontraba las
plumas gotereando y el lavabo con rastros de las espuma de afeitar. Luego de
que él se marchaba a trabajar, ella fregaba el lavabo constantemente y, al
terminar descartaba la toalla con los residuos de detergente. Compraba jabones
antibacteriales para evitar las infecciones. No salía mucho y así evitaba que
cualquiera la contagiara con alguna enfermedad viral.
La señora
Maclila tampoco soportaba que su esposo le hablara con la boca llena. Decía que
era un cochino que le llenaba de gérmenes la comida. Tan pronto terminaban de
cenar, ella echaba al cesto de la basura lo que sobraba y tiraba el mantel en
la lavadora para las dos lavadas a máquina. Le disgustaba que él la
interrumpiera cuando releía su novela favorita. ¿Por qué no se va a su cuarto a
ver la televisión en el programa que quiera y me deja tranquila?, repetía en su
mente; que no me mortifique más. Le hablaba de cosas que a ella no le interesaba
escuchar. Se burlaba de ella llamándola Juana. «No
me llames Juana porque no estoy loca. Eres tú quien me saca de quicio con tus
malos hábitos y costumbres. Ya es hora de que pueda descansar tranquila, sin mortificaciones,
sin tener que cerrarte las malditas puertas del clóset a toda hora ni apagarte
la bombilla que dejas encendida por pura maldad.
Fue la
última vez que él le gritó “Juana”. Esa noche ella esperó a que él se durmiera.
Esa noche, se regodeó más de lo acostumbrado a la hora de dormirse, como
siempre se retardaba cada vez que tenía que llevarla a algún compromiso. Parecía
que el somnífero que le echó en la comida no tendría efecto en él. Ella esperó.
Esperó. Luego esperó fuera del cuarto con la almohada en la mano. Al primer
ronquido, se acercó a la cama. La respiración de ella hacía dúo con los
ronquidos de él. La claridad de las demás luces encendidas le daba un aspecto
translúcido y burlón a la cara de aquel hombre. Sin ningún cargo de conciencia,
ella levantó el almohadón y lo presionó contra la cara de su marido. Estaba tan
profundamente dormido que no hubo resistencia de parte de él. Era como si ya
estuviera muerto.
Al otro
día, el médico de cabecera certificó el deceso. Escribió en los documentos
oficiales que había sido muerte natural. Durante aquel primer día de viudez y
antes de partir para la funeraria, la señora Maclila reorganizó las piezas de
ropa en el clóset como acostumbró hacerlo durante su vida de casada. Reacomodó
los zapatos y dejó fuera de su clóset solo los zapatos de luto. Revisó que en la
ropa que llevaría puesta no hubiera nada que la hiciera ver de otra manera que
no fuese como la viuda compungida y amorosa.
La noche
del entierro, la señora Maclila fue feliz al ver las puertas del clóset
cerradas, las bombillas apagadas y ningún gotereo en los grifos. Esa noche, se
tomó un somnífero y durmió como no lo hacía desde no recordaba cuándo. Al
despertar, de camino a la cocina, se detuvo espantada. La puerta del cuarto de
su marido estaba abierta, la bombilla estaba encendida y las puertas del clóset
abiertas de par en par. Sin dilación, corrió a cerrarlas y haló presurosa la puerta
de la habitación. Se dejó caer sobre la madera. Desde adentro escuchó el ruido
una vez más. Giró la perilla y abrió la puerta. La bombilla estaba encendida
y las puertas del clóset abiertas una vez más. Malditas puertas, se dijo. Cansada
de escucharlas abrirse cada vez que salía de la habitación, decidió buscar una
silla y quedarse en el cuarto. Se sentó a esperar a que volvieran a abrirse.
Nada ocurrió. Mientras ella estuvo en aquel pequeño recinto nada hizo que puertas
se abrieran y las luces se encendieran. La señora Maclila no salió más del
cuarto.
A los pocos
días, su notada ausencia provocó que los vecinos llamaran a las autoridades. Cuando
lograron ganar acceso a la casa y entraron a la habitación, se encontraron con un
cadáver sentado una silla de madera, forrado de larvas y vestido con una bata
de flores lilas. Tenía la quijada desencajada y sobre el vientre había un almohadón con manchas de sangre. La bombilla de la habitación
estaba encendida y las puertas de los clósets de par en par.