miércoles, 7 de septiembre de 2011

INOCENCIA

Estaba muy agobiado y me atormentaba la culpa que siempre me embarga cada vez que termino una relación amorosa. Decidí meditar para aquietar el pensamiento. Me recosté en la cama, cerré los ojos y dejé que mi mente viajara libremente. Mi niño interior se hizo presente y me transportó a mi infancia.
Volví a verme de seis años. Mis padres estaban recién mudados al apartamento en el segundo piso de la letra N del caserío conocido como Corea. La vivienda pública era modesta. La sala y el comedor estaban juntos. El balcón a la entrada era largo, conectaba con el del vecino y, en el medio, con las escaleras del edificio. Lo particularizaba una puertilla hecha de un marco con tiras de maderas y una diagonal que las unía, a la que llamaban rastrillo. El otro balcón estaba a la parte posterior de la unidad y su acceso era por la cocina. Allí me sentaba yo a ver a mi madre cocinar y a comer las pepitas de quenepa que me tostaba. El apartamento tenía dos dormitorios. La puerta de entrada tenía unas celosías que nos sirvieron para ver cómo el Huracán Santa Clara volaba las planchas de cinc por los aires, y destrozaba las viviendas de madera situadas en la calle Pelayo llevándose todo lo que estuviera tirado en los terrenos que lindaban con la desusada vía del tren. 
Regresé a los tiempos en que el dominio eclesiástico estaba en pleno apogeo, y tanto los que eran feligreses como los que no lo eran obedecían sus mandatos sin cuestionarlos. Las monjas eran consideradas casi santas, al igual que los sacerdotes. No había protesta cuando el clero enjuagaba los engaños de los estudiantes del colegio echándoles detergente de lavar en la boca para que no mintieran más. Nadie se quejaba ni se atrevía a hacer nada, y mucho menos contradecirles; pasaban por alto por qué los monguillos del padre C*** siempre tenían dinero en sus bolsillos. Las hermanas de la caridad jugaban a Dios cuando, en la clase de biología, evadían la discusión del capítulo relacionado con la reproducción humana y luego recriminaban la procreación ascendente en las adolescentes. La virginidad era una virtud; y la mujer que la perdiera previo al matrimonio era anatematizada.
En la subcultura del arrabal, la honra de la mujer engañada la defendía su comadre, quien agarraba por el pelo a la promiscua que se quería con el marido y la arrastraba por las aceras del caserío, para que todos los vecinos conocieran lo licenciosa que era. Allí el abuso y la infidelidad se pagaban caros; las diferencias se resolvían a los puños, o con puñaladas o a machetazos.
No había dinero, pero había dignidad y respeto; lo ajeno era lo ajeno; lo que se debía se pagaba; había una extraña felicidad en aquel mundo rodeado de pobreza.
El distintivo de la gente que vivía en el arrabal era el apodo que la describía. A Justiniana la llamaban la Coneja porque había parido muchos hijos. Los demás eran más obvios: Carmela la Billetera, Petra la Caricortá, Jacinta la Espiritista, Blanca la marimacha, Manuel el Carnicero y Mongil el Albañil. Nadie tenía apellido; solo el epíteto que le particularizaba.
La televisión llevaba dos años de inaugurada. Como en mi casa no había ninguna ni en la mayoría de las casas de mis amigos, el hijo de Geña la Planchadora nos invitaba a ver las Aventuras del Capitán Real todas las tardes a las cuatro. Como la programación era tan escasa, nos quedábamos a ver la novela titulada La bruja de Loíza Aldea que tanto disfrutaban las madres del caserío.
Doña Geña vivía en el edificio del lado con sus dos hijos: Junior el Bizco —el amigo mío y que siempre estaba pegado de la falda de la madre— y una adolescente llamada Inocencia la Generosa. El marido de Geña había sido marino mercante y siempre estuvo fuera del hogar por estar viajando el mundo. 
Aquel verano de 1956, como yo no tenía clases, la Generosa se ofreció a cuidarme en los momentos que mis papás tenían que hacer alguna gestión o querían privacidad. Iba y acompañaba a la Generosa cuando su hermano salía con doña Geña a buscar la ropa que lavaría y plancharía. Recuerdo ver a mis padres parados orgullosos y felices despidiéndome desde el balcón. No sentían temor porque nadie dañaba a los niños; además los vecinos, muchas veces se autodenominaban padres putativos y estaban siempre pendientes de nuestro bienestar y de implantar respeto en los menores del caserío.
Para llegar a casa de la Geña, yo tenía subir las escaleras hasta un tercer piso. Allí tocaba a la puerta y, luego de unos instantes, aparecía la Generosa. Siempre jugábamos al enfermo y al doctor. Ella me llevaba a uno de los dos cuartos y rápido se desnudaba. Para ella era bien fácil porque nunca llevaba ropa interior. Era como mi tía Chepa; mi papá decía que las mujeres que hacían eso eran unas frescas. 
Al quedarse en la pelota, la Generosa se acostaba sobre la cama y me decía que le pusiera la inyección del día para sentirse fuerte y con ánimos de trabajar. Mi dedo índice era la aguja. Al principio como yo no sabía, se la trataba de poner en el brazo. Pero ella más conocedora que yo, me enseñaba y me bajaba la mano hasta colocarla en el monte velludo debajo de su ombligo y entre los muslos. Me hacía que penetrara la inyección en el hueco y colocara la otra mano sobre los chichones flacos con puntas oscuras que crecían en su pecho huesudo. Ella quería que estuviera pendiente de su reacción para que supiera cómo mejoraba. Tenía que sobarle los chichones hasta aumentar la respiración. En ocasiones, me pedía que le introdujera dos inyecciones a la vez porque se sentía muy enferma. Me decía que utilizara el dedito índice y el del corazón, y se los empujara poco a poco lo más profundo que pudiera dentro del orificio húmedo y tibio con aroma a azucenas recién cortadas. Conocía el olor de las azucenas porque mi mamá las compraba para colocarlas en un florero cerca de la entrada y así los espíritus malos se alejaban y no nos hacían daño. 
Después la Generosa me decía que, para que la medicina tuviera efecto, tenía que agitar la mano. Era ahí cuando, luego de un rato, parecía que le hacía daño porque entraba como en un trance, se trincaba y se sacaba varios grititos a la vez que me halaba por el pelo. Su cara se descomponía, pero me decía que no era nada; que siguiera, que siguiera, que siguiera. Al terminar de gemir y de llorar, se levantaba deprisa y se vestía. Enseguida me agarraba por la mano mientras me la limpiaba con un paño húmedo, hasta llevarme a la puerta porque ya se sentía mejor y tenía que seguir planchando. Me decía que no se lo contara a nadie porque ese era nuestro secreto. Que si lo comentaba, ya no jugaríamos más, y ella se buscaría otro doctor.
Así jugamos por más de un año. Hasta cierto día que la Geña llegó antes de lo esperado. Al abrir la puerta y llegarse sigilosa hasta el dormitorio guiada por el gemido, me encontró con la mano metida en el agujero velludo. En ese momento no entendí por qué doña Geña agarró el palo de la escoba y comenzó a pegarle a la Generosa por donde la agarrara, a la vez que le gritaba puta degenerada. La Generosa no lograba evadir los golpes. Sin darse cuenta corrió fuera del apartamento completamente desnuda mientras la madre continuaba golpeándola calle abajo.
Después de ese día, mis padres no dejaron que la Generosa me cuidara más. Poco después, nadie la volvió a ver. Las lenguas del arrabal susurraban que se había encontrado un marino y se había ido de polizón en uno de los barcos que atracaban en San Juan. Otras decían que las prostitutas de La Mina, se habían apiadado de ella y le habían conseguido un trabajo en el prostíbulo de un famoso inversionista llamado Tony Tursi; y que, por su juventud, los marineros de la marina de guerra estadounidense la consagraron como la reina de La Riviera.
Nadie supo en realidad qué pasó después. Lo único que sé es que el niño dentro de mí se sintió muy dolido porque ya no jugaría más con ella. El doctor había fracasado al perder a su paciente. Aun así guardé silencio como ella me pidió.
Hasta hoy, no estaba claro el incidente en mi mente. He descubierto que no se lo conté a nadie no por romper la promesa, sino porque, en lo más íntimo de mi ser, me sentía responsable de la desaparición de la infortunada. He comprendido que no tengo culpa; quizá, tampoco ella.

jueves, 1 de septiembre de 2011

La cosecha

XX de XX de XXXX
Sra. Himena de Pablo:
Acuso recibo de tu carta en la que me pides que te perdone por todo lo el dolor que me ocasionaste y que te dé una oportunidad para trabajar conmigo nuevamente. Con relación a la frase de “trabajar conmigo nuevamente”, te recuerdo lo siguiente: fuiste tú la que rompió nuestra relación de trabajo. Fuiste tú la que entendió que yo no podía trabajar contigo porque habías perdido la confianza en mí. No entiendo; ¿cómo es que ahora podrías tener confianza en mí si ya la perdiste una vez y fue motivo de que acabara la relación profesional?
Lo que noto es que no manifiestas en tu carta las cosas que debo perdonarte. Qué bueno que a mí no se me ha olvidado ninguna. Ya sabes que mi problema es que no olvido nada. No es que me regodee en el recuerdo, pero recuerdo todo aunque pase a un segundo plano. Todas las actuaciones tuyas las tengo claritas en mi mente.
Te las voy a enumerar una por una: quien más trabajaba en la oficina era yo porque tenía mucho interés en aprender el oficio y en que el negocio levantara. En cambio, tú dabas la impresión de ser la supervisora mía en vez de ser condueña conmigo. Al echarme de la oficina, te quedaste sin empleado, pero tal parece que seguiste de supervisora de nadie sin hacer lo que había que hacer para mantener el negocio vivo. Meses después me enteré que pereció. Que ¿cómo lo sé? Tus secretos no son tan secretos, se propagan como la pólvora. No he sido el único del que te has aprovechado.
No quiero volver a vivir sin tener un salario seguro al terminar la quincena o el mes. No puedo con la escasez económica que viví durante año y medio. Desde hace mucho que no sé lo que es la incertidumbre económica. Para cada servicio que sale, llega la paga.
Jamás podré olvidar la frase alusiva a la desconfianza. Aún retumba en mi mente el momento cuando me acusaste de que me quería quedar con el negocio. Nada más lejos de la verdad. Tal acusación lastimó una fibra muy dentro de mi ser. Me acusaste de algo que atentaba contra mi imagen y mi integridad, y lo hiciste por mero capricho impulsivo, sin nada que pudiera sustentarlo porque era mentira. Siempre trabajé de manera transparente. Nunca pensé quedarme con ninguno de los clientes. Por el contrario, quien trajo clientes nuevos fui yo. Tú vivías de la caridad de tus compañeros que compartían su trabajo contigo; eras la suplente cuando ellos no podían. Vivías a la sombra de los demás.
Aún recuerdo el orgullo herido cuando bajaba por la carretera camino a casa. Luego de haber dejado un trabajo estable, sentí que me habían sacado la alfombra de debajo de los pies. Me quedaba sin empleo, con deudas y con un préstamo que mi madre había hecho como inyección de capital para comenzar el negocio. Me sentí traicionado y mancillado sin ninguna razón.
Me confrontaste con un documento legal que dividía lo poco que había, pero que estaba sustentado con tus ilusiones y delirios paranoicos. Ese día comprendí por qué los ex maridos tuyos no querían volver a verte. Por qué todos se llevaban lo que habían traído al amancebarse contigo. Posiblemente dirías lo mismo de mí, que te quité todo lo que pude.
Ese día bajé sólo con el conocimiento que adquirí en año y medio; mientras que tú te quedabas con todo lo material. Sólo logré regresar con la computadora que tenía desde antes, el escritorio y el diccionario bilingüe que dije que no estaba dispuesto a dejarte. Lo demás lo perdí. Perdón, me desapegué de ello. Al final y a la postre no perdí nada. Hasta aquí conocías. Ahora te pongo al día.
Tan pronto llegué a mi casa dejé salir toda la ira, la humillación y la decepción que me ahogaban por dentro, pero no me dejé caer. Al día siguiente, comencé a actualizar mi currículum vitae y me tiré a la calle a buscar clientela nueva. Por cosas del destino, dos de los clientes que había llevado a la compañía me llamaron y comencé con contratos nuevos. Poco a poco comencé a tener trabajo y a generar ingresos nuevamente. Levanté mi negocio mientras veía cómo el tuyo iba de picada, pero no alegré. Me dio lástima ver cómo se desperdiciaba un talento, porque te reconozco que tienes talento e inteligencia, pero no sentido común.
¿Te acuerdas la vez que tuviste la desfachatez de solicitarme papel para la computadora y te dije que trabajaba con papel en blanco al que le incorporaba el arte cuando lo imprimía? Era cierto; lo que no te dije es que tenía una caja casi completa del papel que necesitabas, pero escogí copiar tu manera de actuar en tales casos, la que aprendí contigo. Me escuché pronunciar tus palabras: «Primero me lo como antes que lo utilice». Y así fue, hace par de años tiré la caja casi completa a la basura.
En resumen, la acción de que no confiaras en mí vino a ser una gran bendición. Yo desarrollé confianza en mí y me di cuenta de que puedo salir adelante por mis méritos. Mi dedicación y sentido de organización me han llevado a que sea exitoso y muy respetado por mi clientela. Nunca he tenido un atraso en las cuentas y siempre he devengado mi salario a tiempo. No tuve, ni tengo ni tendré necesidad de apropiarme de ningún cliente de los que tenías previo a mí porque no me han hecho falta. Mis clientes me respetan porque soy honesto con ellos.
Mi querida Himena, no te guardo rencor. El Karma se ha encargado de cobrarte todo lo negativo que has hecho. Muy diferente a ti, mi familia se siente orgullosa de mí. No acepto la petición tuya porque hoy me quiero más a mí que a ti. Por mi parte, puedo decirte que hoy quien desconfía de ti soy yo. Opino que eres una persona que no tiene palabra y que vive arropándose con secretos y falsedades. Has cosechado, igual que yo, lo que has sembrado. Y para terminar con una frase trillada: caridad contra caridad no es caridad. Te deseo lo mejor del mundo, pero lejos de mí. No confío en ti, y lo repito: no confío en ti.
Hasta nunca. ¡Ah!, y piensa de mi lo que quieras inventarte; o catalógame como si fuese un difunto; así te califico cuando me acuerdo de ti.
Cordialmente,
Pedro de la Colina                  
Pd. como notarás la segunda carta te la devuelvo sin abrir. Con una que haya leído es suficiente.