Estaba muy agobiado y me atormentaba la culpa que siempre me embarga cada vez que termino una relación amorosa. Decidí meditar para aquietar el pensamiento. Me recosté en la cama, cerré los ojos y dejé que mi mente viajara libremente. Mi niño interior se hizo presente y me transportó a mi infancia.
Volví a verme de seis años. Mis padres estaban recién mudados al apartamento en el segundo piso de la letra N del caserío conocido como Corea. La vivienda pública era modesta. La sala y el comedor estaban juntos. El balcón a la entrada era largo, conectaba con el del vecino y, en el medio, con las escaleras del edificio. Lo particularizaba una puertilla hecha de un marco con tiras de maderas y una diagonal que las unía, a la que llamaban rastrillo. El otro balcón estaba a la parte posterior de la unidad y su acceso era por la cocina. Allí me sentaba yo a ver a mi madre cocinar y a comer las pepitas de quenepa que me tostaba. El apartamento tenía dos dormitorios. La puerta de entrada tenía unas celosías que nos sirvieron para ver cómo el Huracán Santa Clara volaba las planchas de cinc por los aires, y destrozaba las viviendas de madera situadas en la calle Pelayo llevándose todo lo que estuviera tirado en los terrenos que lindaban con la desusada vía del tren.
Regresé a los tiempos en que el dominio eclesiástico estaba en pleno apogeo, y tanto los que eran feligreses como los que no lo eran obedecían sus mandatos sin cuestionarlos. Las monjas eran consideradas casi santas, al igual que los sacerdotes. No había protesta cuando el clero enjuagaba los engaños de los estudiantes del colegio echándoles detergente de lavar en la boca para que no mintieran más. Nadie se quejaba ni se atrevía a hacer nada, y mucho menos contradecirles; pasaban por alto por qué los monguillos del padre C*** siempre tenían dinero en sus bolsillos. Las hermanas de la caridad jugaban a Dios cuando, en la clase de biología, evadían la discusión del capítulo relacionado con la reproducción humana y luego recriminaban la procreación ascendente en las adolescentes. La virginidad era una virtud; y la mujer que la perdiera previo al matrimonio era anatematizada.
En la subcultura del arrabal, la honra de la mujer engañada la defendía su comadre, quien agarraba por el pelo a la promiscua que se quería con el marido y la arrastraba por las aceras del caserío, para que todos los vecinos conocieran lo licenciosa que era. Allí el abuso y la infidelidad se pagaban caros; las diferencias se resolvían a los puños, o con puñaladas o a machetazos.
No había dinero, pero había dignidad y respeto; lo ajeno era lo ajeno; lo que se debía se pagaba; había una extraña felicidad en aquel mundo rodeado de pobreza.
El distintivo de la gente que vivía en el arrabal era el apodo que la describía. A Justiniana la llamaban la Coneja porque había parido muchos hijos. Los demás eran más obvios: Carmela la Billetera, Petra la Caricortá, Jacinta la Espiritista, Blanca la marimacha, Manuel el Carnicero y Mongil el Albañil. Nadie tenía apellido; solo el epíteto que le particularizaba.
La televisión llevaba dos años de inaugurada. Como en mi casa no había ninguna ni en la mayoría de las casas de mis amigos, el hijo de Geña la Planchadora nos invitaba a ver las Aventuras del Capitán Real todas las tardes a las cuatro. Como la programación era tan escasa, nos quedábamos a ver la novela titulada La bruja de Loíza Aldea que tanto disfrutaban las madres del caserío.
Doña Geña vivía en el edificio del lado con sus dos hijos: Junior el Bizco —el amigo mío y que siempre estaba pegado de la falda de la madre— y una adolescente llamada Inocencia la Generosa. El marido de Geña había sido marino mercante y siempre estuvo fuera del hogar por estar viajando el mundo.
Aquel verano de 1956, como yo no tenía clases, la Generosa se ofreció a cuidarme en los momentos que mis papás tenían que hacer alguna gestión o querían privacidad. Iba y acompañaba a la Generosa cuando su hermano salía con doña Geña a buscar la ropa que lavaría y plancharía. Recuerdo ver a mis padres parados orgullosos y felices despidiéndome desde el balcón. No sentían temor porque nadie dañaba a los niños; además los vecinos, muchas veces se autodenominaban padres putativos y estaban siempre pendientes de nuestro bienestar y de implantar respeto en los menores del caserío.
Para llegar a casa de la Geña, yo tenía subir las escaleras hasta un tercer piso. Allí tocaba a la puerta y, luego de unos instantes, aparecía la Generosa. Siempre jugábamos al enfermo y al doctor. Ella me llevaba a uno de los dos cuartos y rápido se desnudaba. Para ella era bien fácil porque nunca llevaba ropa interior. Era como mi tía Chepa; mi papá decía que las mujeres que hacían eso eran unas frescas.
Al quedarse en la pelota, la Generosa se acostaba sobre la cama y me decía que le pusiera la inyección del día para sentirse fuerte y con ánimos de trabajar. Mi dedo índice era la aguja. Al principio como yo no sabía, se la trataba de poner en el brazo. Pero ella más conocedora que yo, me enseñaba y me bajaba la mano hasta colocarla en el monte velludo debajo de su ombligo y entre los muslos. Me hacía que penetrara la inyección en el hueco y colocara la otra mano sobre los chichones flacos con puntas oscuras que crecían en su pecho huesudo. Ella quería que estuviera pendiente de su reacción para que supiera cómo mejoraba. Tenía que sobarle los chichones hasta aumentar la respiración. En ocasiones, me pedía que le introdujera dos inyecciones a la vez porque se sentía muy enferma. Me decía que utilizara el dedito índice y el del corazón, y se los empujara poco a poco lo más profundo que pudiera dentro del orificio húmedo y tibio con aroma a azucenas recién cortadas. Conocía el olor de las azucenas porque mi mamá las compraba para colocarlas en un florero cerca de la entrada y así los espíritus malos se alejaban y no nos hacían daño.
Después la Generosa me decía que, para que la medicina tuviera efecto, tenía que agitar la mano. Era ahí cuando, luego de un rato, parecía que le hacía daño porque entraba como en un trance, se trincaba y se sacaba varios grititos a la vez que me halaba por el pelo. Su cara se descomponía, pero me decía que no era nada; que siguiera, que siguiera, que siguiera. Al terminar de gemir y de llorar, se levantaba deprisa y se vestía. Enseguida me agarraba por la mano mientras me la limpiaba con un paño húmedo, hasta llevarme a la puerta porque ya se sentía mejor y tenía que seguir planchando. Me decía que no se lo contara a nadie porque ese era nuestro secreto. Que si lo comentaba, ya no jugaríamos más, y ella se buscaría otro doctor.
Así jugamos por más de un año. Hasta cierto día que la Geña llegó antes de lo esperado. Al abrir la puerta y llegarse sigilosa hasta el dormitorio guiada por el gemido, me encontró con la mano metida en el agujero velludo. En ese momento no entendí por qué doña Geña agarró el palo de la escoba y comenzó a pegarle a la Generosa por donde la agarrara, a la vez que le gritaba puta degenerada. La Generosa no lograba evadir los golpes. Sin darse cuenta corrió fuera del apartamento completamente desnuda mientras la madre continuaba golpeándola calle abajo.
Después de ese día, mis padres no dejaron que la Generosa me cuidara más. Poco después, nadie la volvió a ver. Las lenguas del arrabal susurraban que se había encontrado un marino y se había ido de polizón en uno de los barcos que atracaban en San Juan. Otras decían que las prostitutas de La Mina, se habían apiadado de ella y le habían conseguido un trabajo en el prostíbulo de un famoso inversionista llamado Tony Tursi; y que, por su juventud, los marineros de la marina de guerra estadounidense la consagraron como la reina de La Riviera.
Nadie supo en realidad qué pasó después. Lo único que sé es que el niño dentro de mí se sintió muy dolido porque ya no jugaría más con ella. El doctor había fracasado al perder a su paciente. Aun así guardé silencio como ella me pidió.
Hasta hoy, no estaba claro el incidente en mi mente. He descubierto que no se lo conté a nadie no por romper la promesa, sino porque, en lo más íntimo de mi ser, me sentía responsable de la desaparición de la infortunada. He comprendido que no tengo culpa; quizá, tampoco ella.