La monja se levantó, se
acercó al micrófono, sonrió y comenzó a decir:
«Mi madre, doña María Iluminada
Marcé Vda. de Leal, fue una de las mujeres más ricas y prestigiosas en toda La
Habana; todas sus propiedades le fueron confiscadas por el régimen de Fidel
Castro; tal evento provocó que mi padre infartara y, días más tarde, muriera. Antes
del deceso, don Fernando Leal de la Calzada, su difunto esposo —que en paz
descanse—, aconsejó a su mujer a que huyera a Puerto Rico por los vínculos empresariales
que la familia tenía en la isla. Es así que mi madre llega aquí a principio de
la década de los 60, en medio de la revolución cubana, vestida de luto, junto
con dos hijas: María Cristina y yo.
»Doña Iluminada —como
quería que le llamaran— se negó a dejarle a Fidel, como herencia incautada, las
piedras preciosas que adornaban sus alhajas. Llegado el momento de la partida, con
astucia, como mejor pudo y pidiendo perdón a Dios por el acto atroz que iba a cometer,
acomodó sólo las piedras preciosas más valiosas en un paquete que se introdujo en
la cavidad vaginal de la misma manera que lo hicieron las demás damas de
sociedad que la precedieron. Así logró sacar gran parte de los diamantes,
esmeraldas y rubíes de la familia Marcé y Leal; inversión que sirvió para
restablecer su prestigio y darse a conocer en Puerto Rico como la viuda
acaudalada de la familia Leal.
»Como papá se dedicó por
años a la exportación de cemento de Cuba a Puerto Rico y estableció nexos
empresariales con el Gobierno insular, con la familia Ferré y la familia
Bacardí, doña Iluminada no fue ninguna desconocida para muchas familias adineradas
de Puerto Rico. Con frecuencia, mis padres viajaban a San Juan para disfrutar
de los ágapes que celebraba el Gobierno, en los que cimentaban relaciones comerciales
y personales con gente influyente en las diversas ramas gubernamentales y
sociales. A mi madre no le fue fácil adaptarse a Puerto Rico, pero su carácter
férreo y tenaz le ayudó a sobrevivir la diáspora.
»Tan pronto llegó y con
la ayuda de un empresario muy influyente conocido de mi padre, alquiló una
propiedad en el casco de San Juan ubicada en la calle Sol. Era un apartamento rústico
en un tercer piso, que para ganar acceso había que subir unas escaleras inhóspitas
por lo mal acondicionada que estaban; tenía tres dormitorios, una cocinilla,
sala y comedor juntos y dos balcones; uno que daba para la calle Sol y otro que
miraba hacia la Bahía de San Juan. Por las mañanas, los rayos solares se colaban
por la puerta del balcón que enmarcaba la bahía y llegaba hasta la cocina como
para darnos los buenos días. Por las noches nos íbamos a la terraza, sacábamos
los sillones y nos sentábamos a respirar el aire salitroso y a mirar las estrellas.
A veces, en un tocadiscos pequeño, mamá nos ponía los maltratados discos en 78
revoluciones de sus zarzuelas favoritas: Cecilia Valdés y La corte del faraón. El
piso de la vivienda era de losetas grandes blancas y negras en las que Cristina
y yo jugábamos peregrina y el techo era muy alto con largas vigas de caoba colocadas
paralelamente para darle firmeza. Me encantaban los techos altos porque no nos
daba tanto calor. Recuerdo que para Navidades, cuando hacía frío, mi madre
hervía agua en un cazo y después lo colocaba debajo de las frazadas dejándonoslas
calientitas.
»Como mamá era una
mujer muy atractiva, alta, caderas anchas, ojos marrones que miraban de manera
penetrante, y siempre llevaba la melena negra recogida en un moño con una flor
de amapola natural, no había hombre en San Juan que no quedara impresionado con
la viuda rica —como le llamaban por lo bajito— y tratara de pretenderla
buscando casarse con ella o tal vez administrarle el caudal. Pero mi madre,
adelantada a su época, comentaba a sus amigas que no le impondría un padrastro
a sus hijas para que las maltratara; que prefería la compañía de Dios y de su
Cachita.
»Mi madre nunca fue fácil, pero sí muy madre. Enseguida
nos matriculó en el Colegio La Inmaculada, un distinguido colegio de monjas
españolas exclusivo para niñas, en el que aprendimos todos los oficios que practicaron
nuestras antecesoras expatriadas de España, y muy útiles para que —llegado el
momento— fuésemos unas esposas modelo de las que hacen todo para mantener a su
esposo contento. Conmigo no se dio. Yo seguí los pasos de la tía Lilly, la muy nombrada
monja que decía que, cuando oraba tirada bocabajo en el piso y los brazos
extendidos en forma de cruz, le aparecían cristales en las manos y las marcas
de la corona de espinas de Jesucristo en la frente, pero que nadie nunca vio. Con
todo y no ser tan penitente como titi Lilly, me llamaban la santa de la
familia. No di problemas, pero tampoco nietos.
»Cristina fue siempre un
alma rebelde. Con frecuencia, llamaban a mi madre del colegio para informarle
que la habían sorprendido fumando en el baño, halándole las greñas a otra
compañera, con la boca llena de hostias sin consagrar, o que no había hecho la tarea.
Recuerdo que hubo tres eventos extraordinarios que escandalizaron a las monjas:
el primero fue cuando, en una de sus rabietas, se autodenominó atea delante de
la principal del colegio y vociferó que Dios era la invención de los hombres y
que por eso sus atributos se contradecían; lo que provocó que casi la
expulsaran del colegio. El segundo fue cuando se presentó a una fiesta en el
paraninfo colegial, auspiciada por las Hijas de María, con una peluca de afro
multicolor, una minifalda que terminaba justo debajo de la curvatura de las
nalgas, sin bragas y con la cara pintada de flores como los jipis, vociferando:
“Peace and love, my darlings, more love
than peace”; y la tercera —el “cristinazo” que sublevó de manera
superlativa a las monjas y a mamá— fue cuando la sorprendieron en la sacristía
de la iglesia besándose con el seminarista, ebria con el vino de consagración
del padre José, y con la mano del aspirante a sacerdote debajo de la falda palpándole
el sexo.
»Por encima de tanta
controversia y con las contribuciones que mi madre hacía al colegio —bancos que
decían: donación de la Familia Leal Marcé, compra de libros y enciclopedias para
la biblioteca y abanicos de techo para los salones y demás—, mi hermana logró
graduarse del colegio. El día de la graduación, las monjas dieron gracias a
Dios por haberse liberado de tamaña rebelde que, pese a todo, se graduó con un
promedio que le garantizó la entrada a cualquier universidad. Empero, la noche
de graduación Cristina purgó sus pecados y no dejó dormir a ninguno de los
vecinos del edificio porque se la pasó en el baño vomitando el exceso de licor
que cargaba en el cuerpo. Esa noche Cristina también se graduó de niña y pasó a
mujer.
»Cuando mi hermana comenzó
la universidad, mamá por poco infarta porque esperaba que su hija fuese a
estudiar a la prestigiosa Universidad Católica en Ponce donde iban las niñas de
familia bien de la Isla, y donde la misión era conseguir un “maridito adinerado”
—como ridiculizaba Cristina— “que las mantuviera como reinas”, como rezaba mamá. Mi hermana jamás estuvo de acuerdo con estudiar
tan lejos de sus amigas; así que ella y sus dos amigas más cercanas decidieron ingresar
en la universidad pública; “la maldita Universidad de Puerto Rico, la cuna de
comunistas”, como la apodó mi madre.
»Para mayor angustia de
mi madre, Cristina no terminó los estudios en la universidad porque, creyente
fiel del amor libre y a conciencia, quedó encinta durante el tercer año cuando se
enamoró de un excéntrico estudiante de medicina. Al cabo de siete meses, nos
nació una hermosa niña enfermiza de tez canela con cabello levemente
ensortijado y, para colmo, como decía la abuela: “Una negra e hija del pecado,
una bastarda. ¡La vergüenza de Leal!”.
»Para mamá, tener una
nieta fuera de matrimonio y de tez oscurita era como si la mácula familiar regresara
luego de haber perdido la fortuna y tenido que dejar todo en Cuba. Lo único que
aplacó su desdicha fue cuando Ignacio, el novio de Cristina, terminó de
estudiar, consiguió trabajo, comenzó a devengar buen dinero en un renombrado
hospital de San Juan, y se presentó un día a la casa con una sortija en la que
predominaba un enorme brillante rodeado de esmeraldas, dispuesto a proponerle matrimonio
a la hija de doña Iluminada. Ese día mi madre dio gracias a Dios. Ese día mi
madre se reía sola y gritaba a carcajadas: “¿Ya viste el aro con el diamantón y
la retahíla de esmeraldas, Lilly? ¡Mi vida, ya era hora que nos tocara una
buena!”.
»Tan pronto tuvieron su
propia vivienda, Ignacio trajo a la casa una nana dominicana llamada Corea para
que ayudara con el cuido de mi sobrina María Eugenia, nombre escogido para
tener contentas a mi madre y a la madre de Ignacio.
»Cristina y la nana se entendían
muy bien. Corea tenía una hija llamada Yocasta, de la misma edad de Eugenia.
Ambas estaban siempre juntas y se llevaban como hermanas. Para mamá, tantas
cosas buenas a la misma vez sólo significaba una cosa: que las bendiciones de
la Virgen de la Caridad del Cobre, la Virgen de la medalla milagrosa y el Cristo
de los Milagros regresaban a la familia. Fue entonces que decidió pagar una
promesa que le había hecho hace mucho tiempo a las vírgenes de la Caridad del
Cobre y a la de la medalla milagrosa. Por un año, prendió una vela amarilla en
la Iglesia San Francisco todos los domingos y vistió un sobrio hábito blanco
acordonado a la cintura con un cinturón trenzado en azul, hecho como de hilo de
tejer, y borlas en las puntas del mismo color.
»La contentura duró —y
aquí me tengo que reír— hasta el día que Abulumy, nombre que le puso Eugenia a mamá,
preguntó a la nena en la fiesta de su quinto
cumpleaños en la que estaban los socios de Ignacio y todo el capítulo citadino
de las damas cívicas:
»—Eugenia querida, dile
a Abulumy lo que va a ser mi niña cuando sea grande.
»—¡Quiero ser sirvienta
como Corea! —gritó la nena.
»Mi madre quedó perdió
el color facial ante tal contestación y lo mismo pasó con todas las damas cívicas.
Para hacer la cosa más impactante, a mi madre le dio un ataque de hipertensión
y perdió el conocimiento; por lo que hubo que buscar el amoniaco para que volviera
en sí. Al día siguiente, furibunda, sin el consentimiento y a espaldas de mi
hermana, mamá llamó a Corea y la despidió amenazándola de, si regresaba,
llamarle a las autoridades para que le quitaran la hija y la deportaran.
»Ese día Corea
despareció y sólo yo me enteré de que Yocasta terminó bajo la custodia del Departamento
de Servicios Sociales cuando Corea murió atropellada por las gomas del carro que
conducía cierto alcalde municipal que había sido amante de ella recién llegada
de Santo Domingo, y quien jamás se enteró que había procreado una hija que se
llamó Yocasta.
»Al año siguiente, María
Eugenia expiró abrazada a Cristina y a mamá, víctima de una infección incurable.
De ahí en adelante, se terminaron las fiestas y no ha habido más alegría en la
casa de la familia Leal. Mamá ha vestido completamente de negro hasta el otro
día y no ha asistido a ninguna actividad social ni ha recibido más a las
cívicas en casa. Solamente se la ve bajar por la calle San Francisco, vestida
completamente de negro y con la mantilla negra sobre la cabeza y alrededor de
los hombros, con la cara lavada y el pelo recogido en un moño en la nuca sin la
tradicional amapola natural, para oír la misa diaria en la iglesia que lleva el
mismo nombre que la calle; una hora más tarde, subir para entrar en La Bombonera
y salir con una cajita de bizcochos surtidos que lleva a las enfermeras del sanatorio
donde ha estado recluida su hija.
»Cristina se abandonó a
la congoja y perdió la mente hasta no reconocer ni su sombra. Desde que Ignacio
la internó en el sanatorio, mi madre se convirtió en la cuidadora suya. Ha ido
todos los días a visitarla desde bien temprano y se queda hasta tarde.
»Mi hermana comenzó a
tener experiencias inexplicables en las que aparecían cristales ante la supuesta
presencia del espíritu de Eugenia. Nadie en el sanatorio supo explicar la
aparición de los cristalitos en el piso, en las manos ni en las mejillas de
Cristina. Ni tampoco por qué dejaron de aparecer cuando comenzaron a escucharse
conversaciones alegres en la habitación de la hija de doña María Iluminada Marcé
Vda. de Leal, pero nada de ello fue extraño ni para mamá ni para mí. Hubo
quienes llegaron a pensar que estaba poseída por algún demonio.
»Al final de sus días, Cristina
comenzó a ver al ángel nocturno que la acompañó hasta su amanecer. Cuando la preparaban
para sacarla del dormitorio y llevarla a la funeraria, la enfermera que lavaba
la piel incolora con un paño blanco, notó que el cadáver tenía unos puntos
diminutos alrededor de la frente y que los puños estaban cerrados y sangraban.
Al abrirlos, notó que había una herida en el centro de cada palma de la mano.
Escandalizada, tiró el paño y gritó: “¡Cosas de Satanás!”. Salió corriendo de
la habitación en el preciso momento en que mi madre y yo entrábamos y nos
topábamos con Cristina tendida boca arriba sobre la cama, el cuerpo desnudo, los
brazos abiertos en forma de cruz, y el paño que la enfermera tiró cubriéndole el
sexo. Ante tal estampa, mamá abrió los ojos, se apretó el pecho para aplacar la
punzada enervante en el corazón, cayó de rodillas, bocabajo a los pies de la
difunta, con la mantilla negra amortajándole la cabeza y la parte superior del
cuerpo.
»Antier muere mi
hermana; ayer, mi madre. Tengo fe que las dos comparten con Dios la armonía de
la gloria. Oremos: Dios te salve María...».