viernes, 18 de marzo de 2011

La madraza leal


La monja se levantó, se acercó al micrófono, sonrió y comenzó a decir:
«Mi madre, doña María Iluminada Marcé Vda. de Leal, fue una de las mujeres más ricas y prestigiosas en toda La Habana; todas sus propiedades le fueron confiscadas por el régimen de Fidel Castro; tal evento provocó que mi padre infartara y, días más tarde, muriera. Antes del deceso, don Fernando Leal de la Calzada, su difunto esposo —que en paz descanse—, aconsejó a su mujer a que huyera a Puerto Rico por los vínculos empresariales que la familia tenía en la isla. Es así que mi madre llega aquí a principio de la década de los 60, en medio de la revolución cubana, vestida de luto, junto con dos hijas: María Cristina y yo.
»Doña Iluminada —como quería que le llamaran— se negó a dejarle a Fidel, como herencia incautada, las piedras preciosas que adornaban sus alhajas. Llegado el momento de la partida, con astucia, como mejor pudo y pidiendo perdón a Dios por el acto atroz que iba a cometer, acomodó sólo las piedras preciosas más valiosas en un paquete que se introdujo en la cavidad vaginal de la misma manera que lo hicieron las demás damas de sociedad que la precedieron. Así logró sacar gran parte de los diamantes, esmeraldas y rubíes de la familia Marcé y Leal; inversión que sirvió para restablecer su prestigio y darse a conocer en Puerto Rico como la viuda acaudalada de la familia Leal.
»Como papá se dedicó por años a la exportación de cemento de Cuba a Puerto Rico y estableció nexos empresariales con el Gobierno insular, con la familia Ferré y la familia Bacardí, doña Iluminada no fue ninguna desconocida para muchas familias adineradas de Puerto Rico. Con frecuencia, mis padres viajaban a San Juan para disfrutar de los ágapes que celebraba el Gobierno, en los que cimentaban relaciones comerciales y personales con gente influyente en las diversas ramas gubernamentales y sociales. A mi madre no le fue fácil adaptarse a Puerto Rico, pero su carácter férreo y tenaz le ayudó a sobrevivir la diáspora.
»Tan pronto llegó y con la ayuda de un empresario muy influyente conocido de mi padre, alquiló una propiedad en el casco de San Juan ubicada en la calle Sol. Era un apartamento rústico en un tercer piso, que para ganar acceso había que subir unas escaleras inhóspitas por lo mal acondicionada que estaban; tenía tres dormitorios, una cocinilla, sala y comedor juntos y dos balcones; uno que daba para la calle Sol y otro que miraba hacia la Bahía de San Juan. Por las mañanas, los rayos solares se colaban por la puerta del balcón que enmarcaba la bahía y llegaba hasta la cocina como para darnos los buenos días. Por las noches nos íbamos a la terraza, sacábamos los sillones y nos sentábamos a respirar el aire salitroso y a mirar las estrellas. A veces, en un tocadiscos pequeño, mamá nos ponía los maltratados discos en 78 revoluciones de sus zarzuelas favoritas: Cecilia Valdés y La corte del faraón. El piso de la vivienda era de losetas grandes blancas y negras en las que Cristina y yo jugábamos peregrina y el techo era muy alto con largas vigas de caoba colocadas paralelamente para darle firmeza. Me encantaban los techos altos porque no nos daba tanto calor. Recuerdo que para Navidades, cuando hacía frío, mi madre hervía agua en un cazo y después lo colocaba debajo de las frazadas dejándonoslas calientitas.
»Como mamá era una mujer muy atractiva, alta, caderas anchas, ojos marrones que miraban de manera penetrante, y siempre llevaba la melena negra recogida en un moño con una flor de amapola natural, no había hombre en San Juan que no quedara impresionado con la viuda rica —como le llamaban por lo bajito— y tratara de pretenderla buscando casarse con ella o tal vez administrarle el caudal. Pero mi madre, adelantada a su época, comentaba a sus amigas que no le impondría un padrastro a sus hijas para que las maltratara; que prefería la compañía de Dios y de su Cachita.
 »Mi madre nunca fue fácil, pero sí muy madre. Enseguida nos matriculó en el Colegio La Inmaculada, un distinguido colegio de monjas españolas exclusivo para niñas, en el que aprendimos todos los oficios que practicaron nuestras antecesoras expatriadas de España, y muy útiles para que —llegado el momento— fuésemos unas esposas modelo de las que hacen todo para mantener a su esposo contento. Conmigo no se dio. Yo seguí los pasos de la tía Lilly, la muy nombrada monja que decía que, cuando oraba tirada bocabajo en el piso y los brazos extendidos en forma de cruz, le aparecían cristales en las manos y las marcas de la corona de espinas de Jesucristo en la frente, pero que nadie nunca vio. Con todo y no ser tan penitente como titi Lilly, me llamaban la santa de la familia. No di problemas, pero tampoco nietos.
»Cristina fue siempre un alma rebelde. Con frecuencia, llamaban a mi madre del colegio para informarle que la habían sorprendido fumando en el baño, halándole las greñas a otra compañera, con la boca llena de hostias sin consagrar, o que no había hecho la tarea. Recuerdo que hubo tres eventos extraordinarios que escandalizaron a las monjas: el primero fue cuando, en una de sus rabietas, se autodenominó atea delante de la principal del colegio y vociferó que Dios era la invención de los hombres y que por eso sus atributos se contradecían; lo que provocó que casi la expulsaran del colegio. El segundo fue cuando se presentó a una fiesta en el paraninfo colegial, auspiciada por las Hijas de María, con una peluca de afro multicolor, una minifalda que terminaba justo debajo de la curvatura de las nalgas, sin bragas y con la cara pintada de flores como los jipis, vociferando: “Peace and love, my darlings, more love than peace”; y la tercera —el “cristinazo” que sublevó de manera superlativa a las monjas y a mamá— fue cuando la sorprendieron en la sacristía de la iglesia besándose con el seminarista, ebria con el vino de consagración del padre José, y con la mano del aspirante a sacerdote debajo de la falda palpándole el sexo.
»Por encima de tanta controversia y con las contribuciones que mi madre hacía al colegio —bancos que decían: donación de la Familia Leal Marcé, compra de libros y enciclopedias para la biblioteca y abanicos de techo para los salones y demás—, mi hermana logró graduarse del colegio. El día de la graduación, las monjas dieron gracias a Dios por haberse liberado de tamaña rebelde que, pese a todo, se graduó con un promedio que le garantizó la entrada a cualquier universidad. Empero, la noche de graduación Cristina purgó sus pecados y no dejó dormir a ninguno de los vecinos del edificio porque se la pasó en el baño vomitando el exceso de licor que cargaba en el cuerpo. Esa noche Cristina también se graduó de niña y pasó a mujer.
»Cuando mi hermana comenzó la universidad, mamá por poco infarta porque esperaba que su hija fuese a estudiar a la prestigiosa Universidad Católica en Ponce donde iban las niñas de familia bien de la Isla, y donde la misión era conseguir un “maridito adinerado” —como ridiculizaba Cristina— “que las mantuviera como reinas”, como rezaba  mamá. Mi hermana jamás estuvo de acuerdo con estudiar tan lejos de sus amigas; así que ella y sus dos amigas más cercanas decidieron ingresar en la universidad pública; “la maldita Universidad de Puerto Rico, la cuna de comunistas”, como la apodó mi madre.
»Para mayor angustia de mi madre, Cristina no terminó los estudios en la universidad porque, creyente fiel del amor libre y a conciencia, quedó encinta durante el tercer año cuando se enamoró de un excéntrico estudiante de medicina. Al cabo de siete meses, nos nació una hermosa niña enfermiza de tez canela con cabello levemente ensortijado y, para colmo, como decía la abuela: “Una negra e hija del pecado, una bastarda. ¡La vergüenza de Leal!”.
»Para mamá, tener una nieta fuera de matrimonio y de tez oscurita era como si la mácula familiar regresara luego de haber perdido la fortuna y tenido que dejar todo en Cuba. Lo único que aplacó su desdicha fue cuando Ignacio, el novio de Cristina, terminó de estudiar, consiguió trabajo, comenzó a devengar buen dinero en un renombrado hospital de San Juan, y se presentó un día a la casa con una sortija en la que predominaba un enorme brillante rodeado de esmeraldas, dispuesto a proponerle matrimonio a la hija de doña Iluminada. Ese día mi madre dio gracias a Dios. Ese día mi madre se reía sola y gritaba a carcajadas: “¿Ya viste el aro con el diamantón y la retahíla de esmeraldas, Lilly? ¡Mi vida, ya era hora que nos tocara una buena!”.
»Tan pronto tuvieron su propia vivienda, Ignacio trajo a la casa una nana dominicana llamada Corea para que ayudara con el cuido de mi sobrina María Eugenia, nombre escogido para tener contentas a mi madre y a la madre de Ignacio.
»Cristina y la nana se entendían muy bien. Corea tenía una hija llamada Yocasta, de la misma edad de Eugenia. Ambas estaban siempre juntas y se llevaban como hermanas. Para mamá, tantas cosas buenas a la misma vez sólo significaba una cosa: que las bendiciones de la Virgen de la Caridad del Cobre, la Virgen de la medalla milagrosa y el Cristo de los Milagros regresaban a la familia. Fue entonces que decidió pagar una promesa que le había hecho hace mucho tiempo a las vírgenes de la Caridad del Cobre y a la de la medalla milagrosa. Por un año, prendió una vela amarilla en la Iglesia San Francisco todos los domingos y vistió un sobrio hábito blanco acordonado a la cintura con un cinturón trenzado en azul, hecho como de hilo de tejer, y borlas en las puntas del mismo color.
»La contentura duró —y aquí me tengo que reír— hasta el día que Abulumy, nombre que le puso Eugenia a mamá,  preguntó a la nena en la fiesta de su quinto cumpleaños en la que estaban los socios de Ignacio y todo el capítulo citadino de las damas cívicas:
»—Eugenia querida, dile a Abulumy lo que va a ser mi niña cuando sea grande.
»—¡Quiero ser sirvienta como Corea! —gritó la nena.
»Mi madre quedó perdió el color facial ante tal contestación y lo mismo pasó con todas las damas cívicas. Para hacer la cosa más impactante, a mi madre le dio un ataque de hipertensión y perdió el conocimiento; por lo que hubo que buscar el amoniaco para que volviera en sí. Al día siguiente, furibunda, sin el consentimiento y a espaldas de mi hermana, mamá llamó a Corea y la despidió amenazándola de, si regresaba, llamarle a las autoridades para que le quitaran la hija y la deportaran.
»Ese día Corea despareció y sólo yo me enteré de que Yocasta terminó bajo la custodia del Departamento de Servicios Sociales cuando Corea murió atropellada por las gomas del carro que conducía cierto alcalde municipal que había sido amante de ella recién llegada de Santo Domingo, y quien jamás se enteró que había procreado una hija que se llamó Yocasta.
»Al año siguiente, María Eugenia expiró abrazada a Cristina y a mamá, víctima de una infección incurable. De ahí en adelante, se terminaron las fiestas y no ha habido más alegría en la casa de la familia Leal. Mamá ha vestido completamente de negro hasta el otro día y no ha asistido a ninguna actividad social ni ha recibido más a las cívicas en casa. Solamente se la ve bajar por la calle San Francisco, vestida completamente de negro y con la mantilla negra sobre la cabeza y alrededor de los hombros, con la cara lavada y el pelo recogido en un moño en la nuca sin la tradicional amapola natural, para oír la misa diaria en la iglesia que lleva el mismo nombre que la calle; una hora más tarde, subir para entrar en La Bombonera y salir con una cajita de bizcochos surtidos que lleva a las enfermeras del sanatorio donde ha estado recluida su hija.
»Cristina se abandonó a la congoja y perdió la mente hasta no reconocer ni su sombra. Desde que Ignacio la internó en el sanatorio, mi madre se convirtió en la cuidadora suya. Ha ido todos los días a visitarla desde bien temprano y se queda hasta tarde.
»Mi hermana comenzó a tener experiencias inexplicables en las que aparecían cristales ante la supuesta presencia del espíritu de Eugenia. Nadie en el sanatorio supo explicar la aparición de los cristalitos en el piso, en las manos ni en las mejillas de Cristina. Ni tampoco por qué dejaron de aparecer cuando comenzaron a escucharse conversaciones alegres en la habitación de la hija de doña María Iluminada Marcé Vda. de Leal, pero nada de ello fue extraño ni para mamá ni para mí. Hubo quienes llegaron a pensar que estaba poseída por algún demonio.
»Al final de sus días, Cristina comenzó a ver al ángel nocturno que la acompañó hasta su amanecer. Cuando la preparaban para sacarla del dormitorio y llevarla a la funeraria, la enfermera que lavaba la piel incolora con un paño blanco, notó que el cadáver tenía unos puntos diminutos alrededor de la frente y que los puños estaban cerrados y sangraban. Al abrirlos, notó que había una herida en el centro de cada palma de la mano. Escandalizada, tiró el paño y gritó: “¡Cosas de Satanás!”. Salió corriendo de la habitación en el preciso momento en que mi madre y yo entrábamos y nos topábamos con Cristina tendida boca arriba sobre la cama, el cuerpo desnudo, los brazos abiertos en forma de cruz, y el paño que la enfermera tiró cubriéndole el sexo. Ante tal estampa, mamá abrió los ojos, se apretó el pecho para aplacar la punzada enervante en el corazón, cayó de rodillas, bocabajo a los pies de la difunta, con la mantilla negra amortajándole la cabeza y la parte superior del cuerpo.

»Antier muere mi hermana; ayer, mi madre. Tengo fe que las dos comparten con Dios la armonía de la gloria. Oremos: Dios te salve María...».

En nombre del padre y del hijo...

Era la primera visita que hacía a casa de mis padres en Villa Palmeras después que a papi le dieran de alta del hospital. Me senté en la sala en una butaca que miraba para la cocina, y vi que me observaba como si hubiera llegado un enemigo o, peor aun, el amante de su mujer. Lo saludé y me miró con odio sin decirme nada. Conocía bien aquella mirada. Al ponerme a hablar con mami e ignorarlo, se molestó más y se allegó a mí para ordenarme:
—Te me vas pa’l carajo ahora mismo. A sonsacarme la mujer, no. Aquí no te quiero más. A joder pa’ otro la’o.
Mi madre se quedó lívida y yo quedé anonadado ante el comentario.
—Vamos —comenzó a empujarme tratando de sacarme de la butaca—. Te dije que te fueras pa’l carajo. Vete, vete o te…
—¡Marciano! —gritó mi madre.
—No te metas, Toñita, que esto no es contigo.
—Déjalo, yo me voy —lo interrumpí.
—Seguro, vete; fuera. No quiero verte por aquí más.
Tan pronto salí, atravesó el brazo frente a mi madre mientras aguantaba el portón con la otra mano para impedir que saliera a despedirme.
—No te preocupes, hablamos después —le dije para calmarla.
—Aquí no te quiero más y no tienes que venir a buscar un carajo; punto y se acabó.
Mientras me dirigía a cualquier restaurante de comida rápida en un centro comercial cercano, todos los eventos turbulentos que viví con mi padre durante mi adolescencia se exacerbaron y comenzaron a proyectarse en mi mente como escenas de una película mal editada: me vi de niño cuando me obligaba a salir con mi madre y yo le reprochaba que era la mujer suya y no mía; me vi de adulto cuando se encelaba por lo mucho que salía con ella; que no la iba a dejar salir. Prosiguieron las constantes batallas por política cuando me increpaba: “En mi casa no quiero enemigos”, y yo contraatacaba: “Tú no eres más que un fanático con una mente irracional y estrecha”. Reapareció el resentimiento por los correazos tatuados en mis brazos y piernas; de cuando me decía: “Y no llores; no llores o te vuelvo a pegar” que desenterraron el llanto ahogado y el dolor reprimido. Me pasé la mano por la frente para palpar la hendidura del correazo que me marcó en la cara para siempre. Recordé por qué me había ido de El Falansterio hacía años y me vi otra vez sentado frente al carro chocado, ebrio de alcohol y de rabia por haberme botado de la casa a mis compañeros de trabajo sólo porque la música estaba alta. Resonó en mi mente: “¡Apaga el televisor o lo rompo! Mira, acuéstate ya y deja el jodio teléfono.” Resucitó la vez que lo dejé con los gritos en la boca en medio de una discusión estéril donde acusé a su ídolo político —Luis Muñoz Marín— de haber dormido a un país que estaba listo para luchar por su independencia y de convertirlo en un pueblo sometido y pancista. Ese mismo día de la garata, llegué de madrugada, y me encontré mi dormitorio todo revuelto y vi que me había destrozado unos collages que había hecho con fotografías de ejemplares viejos de la revista Life y colocado en las paredes, cuyo tema segmentado leía en el tríptico: revolución - hay que acabar - la guerra. La ira que me dio fue tan monumental que planifiqué vengarme de ese individuo enjuto y de menor estatura que yo. Maquiné qué cosas podría hacer que le dolieran y le humillaran tanto como el vandalismo perpetrado y el menosprecio por mi expresión artística. “Le rompo los espejuelos —me dije entre dientes—. Me le meto en el cuarto y lo levanto ahora mismo y le armo una trifulca para que se acuerde de mí”. Me detuve a pensar y concluí: “No, porque sería seguir en la maldita guerra”. Decidí acostarme a dormir y al otro día recogería lo que era mío y me largaría.
Salí del restaurante de comida rápida más sosegado, y regresé a Villa Palmeras alrededor de las 8:30 de la noche. Mi madre, muy angustiada, me dijo:
—Si no es por lo enfermo que está el viejo ese, te juro que mando los cuarenta y tantos años de casada a la mierda y lo dejo solo para que se joda. No me gustó como te trató; estoy harta.
Y bien harta tendría que estar porque las palabras altisonantes nunca han formado parte de su vocabulario.
Acordé con ella visitarla después que él se acostara para evitar problemas y que no fuera a atacarme sin ninguna razón ni yo fuera a darle un golpe mortal o un empujón tratando de defenderme. Acordé conmigo acatar la orden que me dio: no me vería ni hablaríamos más; así hice hasta el día que murió.

Una semana antes, había entrado corriendo al apartamento para no perder la llamada. Levanté el auricular y dije:
—Buenas tardes, habla Mariano.
—¿Junior? —escuché la voz de mi madre bastante temblorosa del otro lado.
—Sí, dime.
—Tu papá se ha puesto malo.
—¿Qué le pasó?
—Pues… Está en el sillón y no me contesta. Le hablo y es como si no me escuchara.
—Nos vemos ya; salgo ahora mismo.
Llegué a la casa y respiré profundo antes de entrar, temeroso de lo que me iba a encontrar. El portón de la sala estaba abierto; mala cosa. Entré y vi a mi padre sentado en el sillón como si se hubiera muerto con los ojos abiertos. “Lo sabía”, pensé.
—Se murió y no me lo quisiste decir —increpé a mi madre.
No, está vivo. —me dijo con voz disminuida—. Lo que pasa es que no responde. Está como en un trance.
—Búscate un espejo y tráemelo.
Me trajo el espejo, se lo puse debajo de la nariz y comprobé que respiraba. Enseguida comenté que teníamos que llevarlo al hospital.
—¿Pero a cuál? Tú sabes que él no tiene un médico de cabecera en ningún sitio. El único es el que le trató el cáncer en el Ashford Medical, pero va tiempo ya.
—Bueno, pues lo llevamos al Ashford porque su cancerólogo debe atender pacientes allí. A mí no me importa que haya pasado tiempo; tráeme la guía telefónica.
Muy obediente buscó la guía y llamé una ambulancia. El paramédico nos preguntó que adónde queríamos llevarlo. Luego de que nos dijera las opciones que teníamos, acordamos llevarlo al Hospital Municipal en el Centro Médico, y que mi madre me guiara el carro para poder irme con papi en la ambulancia y no dejarlo solo.
De camino, miraba a mi padre y vi lo frágil y temeroso que estaba. Era como ver a otra persona. Me dio pena ver así al hombre fuerte, testarudo, decidido y diligente que había sido siempre. Al que nadie le hacía frente, excepto yo. El que se echó a cuestas la familia y trajo a los hermanos a vivir a San Juan. Aunque a veces se me olvidara, fue un buen padre, buen hermano y, más que nada, un buen proveedor. Sus sobrinos mayores lo querían como si fuera su padre porque siempre estuvo presente para atenderlos y mantenerlos económicamente desde que eran pequeños, porque su hermano mayor siempre estaba ausente.
Yo era su único hijo y, aunque no me lo dijera y a veces no lo pareciera, hubo muchos momentos en que me demostraba que me quería. Me tomó años aceptar que este individuo, indefenso ahora y con cara de temor, había dado lo mejor de sí con lo poco que tenía, pero qué mucho era. Sólo tenía un segundo grado que aprobó estudiando de noche; donde conoció y se enamoró de mi madre antes de que la brincaran de grado, como decían antes, y sin importarle que fuera dieciocho años menor que él. Vivía orgulloso de haber sido mozo de uno de los restaurantes más conocidos de San Juan, La estrella de Italia, donde aprendió la receta de la salsa boloñesa —salsa con carne molida— escondido en un armario para aprender cómo el chef la preparaba, enseñársela a mi madre, y así convertirse en el plato dominguero que se preparaba cuando teníamos visita. Me acordé de sus anécdotas cuando trabajaba como mozo: de cómo se jactaba de haberle pagado la cuenta a Luis Muñoz Marín, antes de que este fuera gobernador, porque había dejado la cartera o no tenía dinero; de cómo bailó con Ruth Fernández cuando esta cantaba con la orquesta de Mingo y los Whoopee Kids en los té danzantes que se celebraban en El Escambrón; de cuando, estando convaleciendo de una úlcera duodenal en el Hospital Presbiteriano —yo pequeño—, me tomó de la mano y me llevó frente a un cuarto donde había un viejo encamado y me dijo: “Mira, ese que ves ahí es Pedro Albizu Campos, el nacionalista ese que organizó la revuelta del 50”; del tiempo que fue jurado y acuñó la frase de “la curia” para llamar los familiones de los vecinos de enfrente: “¡Llegó la curia!”.
De pequeño, me deleitaba que hablara de sus experiencias porque viajaba en el tiempo; que me contara de cómo era de niño, y me lo imaginaba desgreñado y descamisado corriendo por los campos de Morovis huyendo de alguna fechoría o de la reprimenda de Yía, la madrastra, quien lo amó siempre como si fuera su hijo carnal. Me gustaba que me repitiera cómo la empleada del Registro Demográfico fue la que me puso el nombre porque a ella el nombre de Israel —que era el nombre que papi quería para mí— le parecía horrendo; de cómo le preguntó cómo se llamaba y él dijo que se llamaba Mariano y así me inscribieron. (Tengo la certeza de que, si papi le hubiera dicho a la empleada que su verdadero nombre era Marciano, me hubiera llamado Israel.)
Rememoré cuando me llevaba al parque Muñoz Rivera a visitar el museo, a ver los animales disecados y los cocodrilos enfermos que tenían en una charca descuidada; cuando me llevó al parque a ver la nieve que había traído en avión desde Nueva York, doña Felisa, la alcaldesa de San Juan; la angustia que le vi en la cara cuando me llevó a cortar yerba la víspera del Día de Reyes y, sin querer, me cortó el muslo derecho con el cuchillo. También recordé cuánto lo detestaba cada vez que le pedía una bicicleta y me decía que no porque no quería que me rompiese una pierna, porque ya había sufrido suficiente con el problema de tener mis piernas arqueadas y de luchar con el pediatra para evitar que me pusiera abrazaderas para enderezármelas.
—Él no es ningún paralítico para que le pongan esas porquerías —le decía a mi madre quien lloraba, como siempre, ante la intransigencia de mi padre—. El nene no es lisiado ni anormal y no lo voy a martirizar no importa lo que me diga el médico. Si se las pones, las esbarato.
—Pero, Marciano…
—Dije que no; punto y se acabó.
Entramos por la sala de urgencias del hospital. De inmediato, lo pasaron a un salón grande y lo cambiaron a otra camilla para esperar a que lo viera un médico. Momentos después, llegó mi madre toda nerviosa y angustiada. Le dije que lo cogiera con calma que había que esperar. Aproveché para averiguar si sabía algo más de lo sucedido y me dijo que no, que ella llegó del trabajo, lo encontró sentado en el sillón con el televisor prendido y la lata de cerveza en la mesita de centro; que no sabía nada más.
Luego de un rato, mi padre comenzó a salir del letargo. Miraba el techo como si no supiera dónde se encontraba. Me decía:
—Mira los gusanos en el techo. Busca el Fleet para matarlos.
Le volví a agarrar la mano y noté que tenía frío. El médico vino y dijo que había que dejarlo en observación durante toda la noche. Pedí una manta y lo arropé. Le dije a mi madre:
—Me voy para casa, vuelvo mañana para ver cómo sigue.
—Está bien, Junior. Yo me quedo con él hasta mañana —me contestó.
Al otro día, fui a buscarlo a la sala de urgencias y me dijeron que lo habían pasado a un cuarto. Me dieron el número de habitación y subí. Al llegar al pasillo, me encontré a mi madre otra vez llorosa y pensé: se murió esta vez y volvió a ocultármelo, pero no.
—¿Qué pasó ahora que estás acá afuera? —le pregunté interrumpiendo la conversación que tenía con un señor más joven que yo.
—Tu papá está como una fiera, no quiere saber de mí. Mira, él es el doctor que tiene el caso de tu papá.
Luego de las presentaciones y de que el médico me dijera que no le hiciera caso porque el papá de él tenía demencia y actuaba de la misma manera, me dijo que mi padre, al salir de la inconsciencia, pensaba que estaba en casa; concluyó que mami había alquilado la vivienda y que todos los demás pacientes en el cuarto los habían acomodado en su dormitorio. Me tuve que reír ante tanta insensatez.
—Está diciendo barbaridades y las malas palabras las dice como si nada —añadió mi madre con cara de vergüenza ajena.
—Voy a verlo.
—Está en la segunda cama a tu derecha. Le tuvimos que amarrar las manos a la cama para que no se arrancara el suero —me indicó el médico.
—Gracias, doctor.
Cuando llegué, le vi los ojos desorbitados y la cara de furia que volvería a ver una semana después, mientras trataba de zafarse de las ataduras; una actitud diametralmente opuesta a la de indefensión de la noche antes. Enseguida una de las señoras que acompañaba a otro enfermo me puso al corriente: “Oiga, qué malo habla ese señor. ¡Dios mío! ¿Es su papá?”. Asentí y sonreí, pero no tuve tiempo para contestarle porque mi padre me comentó tan pronto llegué:
—Oye, esa mai tuya, mira lo que me ha hecho. ¡Antonia!
—La mujer tuya dirás, ¿verdad?; ¿qué te hizo esa mala mujer?, cuéntame —le dije con sarcasmo para seguirle la corriente.
—Mira, mira. Mira por ahí. Me alquiló la casa sin mi permiso.
—Que te alquiló la casa…
—Sí, mira toda esa jodía gente que no me deja dormir. Esos son dominicanos. ¡CÁLLENSE, CARAJO! —gritó antes de que pudiera evitarlo—. Te voy a decir una cosa anda listo con ella, que se te queda con la casa tuya o te la alquila. Que no te coja de pendejo. No seas pendejo. Esa mujer es mañosa.
—Qué tarde viniste a darte cuenta —le dije sin poderme contener.
—¡Ah!, me jodí yo ahora. ¿Tú también?
—Papi, estás en el hospital —traté de calmarlo.
—Mira los gusanos en el techo. Búscate el Fleet, búscate el Fleet.
—No hay gusanos; es el plafón. Ahora dime, ¿qué fue lo que pasó? ¿Qué te tomaste?
—Nada, me tomé una Percocet con una cerveza porque sentía mucho dolor. Me dolía el cuerpo.
—¡Con una…! Pero… ¿Y lo que te dio fue una reacción adversa a la mezcla?
—Sí. ¿Qué tú creías, que yo pendejamente me quería matar? ¡Ay, Junito! Suéltame pa’ quitarme la porquería de suero esta.
Me tuve que volver a reír. Lo dejé y fui adonde el doctor y le expliqué lo sucedido. Mi madre asustada me dijo:
—Tú vas a tener que venir a darle el almuerzo los días que esté con suero y amarrado, porque él no me quiere ver ni en pintura y está que si me coge me hace cantos. ¡Dios mío!, como está ese hombre. Está como loco.
—Mala mujer, le alquilaste la casa a esos dominicanos —le dije entre risas.
—¿Eso te dijo? Ves que está loco.
En los días que siguieron, fui a atenderlo al hospital y a darle la comida al mediodía. La batalla con los “inquilinos” era menos. Mi madre me llamaba y yo la ponía al corriente de cómo seguía el enfermo. Le llevaba la ropa que le había lavado y me llevaba la usada. Cuando los médicos notaron que estaba más claro de mente, que ya se le había pasado la manía y comprendía que la mujer no le había alquilado ni la habitación ni la casa, le dieron de alta.

El día del deceso —me enteré después—, mi padre se encontraba sentado en el sillón y, mientras miraba televisión, le dijo muy apenado a mí madre:
—Son las 6:00 y no ha llegado.
Mi madre no le preguntó, pero dedujo que se refería a su sobrina preferida. Al acompañarlo al cuarto, se dio cuenta de que estaba con flojera y le notó la muerte en la cara. Ante su temor, llamó a la sobrina para que le orara y se despidieran.
Esa madrugada volví a recibir la misma llamada de días atrás.
—¿Junior? —dijo mi madre con voz temblorosa del otro lado.
—Sí, dime.
—Tu papá se ha puesto malo.
—Se ha puesto malo, no —le dije—; se murió.
—Sí, se murió.
De inmediato, me cambié de ropa y me dirigí a Villa Palmeras. Cuando llegué, ya mi prima estaba en la casa con el marido. Logré escuchar cuán contentos estaban porque se había ido en paz; que le cantaron unos coritos de la iglesia —lo que me dio a entender que estaba agonizando cuando se los permitió sin mandarlos para ningún sitio—, y mi madre me contó con mucho detalle lo acontecido. Al hablar de la preocupación de él de que eran las 6:00 y no había llegado, le dije:
—Mami, no era Rosita a quien él quería ver; era a mí. Él estaba esperando que yo llegara para arreglar cuentas conmigo. Se te fue la mejor.
—Pues… Ya llamé a la funeraria —cambió el tema como siempre hacía—. Le voy a comprar un traje nuevo…
—Un traje ¿qué? —la interrumpí—. Pero traje para qué. Un hombre que nunca, nunca se ha puesto un traje nada más que para casarse contigo. Por el amor a Dios, cómprale una guayabera que es lo que ha usado por años, si quieres cómprale una de manga larga. O mejor aún, mantén la caja cerrada.
Luego de mucha paciencia, insistencia y diálogo logré convencerla para que le comprara una guayabera blanca y negociamos que fuese de manga larga, pero jamás transigió con tener la caja cerrada. Después nos llevó a todos al cuarto para enseñarnos el atuendo que se pondría el primer día de viudez.
Ya en la mañana, la acompañé para que hiciera todas las gestiones funerarias y le dije que regresaba a casa porque me sentía cansado, tenía que poner mis cosas en orden y tener la mente despejada para el velorio. Llegué a la casa y me puse ropas más cómodas. Me senté en el sofá y me concentré en el espíritu de mi padre tratando de sentir su presencia y no sentí nada, pero me quedé dormido hasta la hora de salir; al despertar, sentí que la tensión en el cuello había cedido.
Llegué a las 7:30 de la noche a la modesta funeraria San Agustín. El acondicionador de aire estaba apagado y la puerta de enfrente estaba abierta. Al entrar, percibí el vaho a muerte y el ambiente pesado. Noté que había vecinos que conocimos cuando vivíamos en El Falansterio y vecinos más recientes de Villa Palmeras. El vestíbulo era sencillo y estaba pintado en colores pasteles como para neutralizar las pasiones fúnebres; había dos butacas a la izquierda de la entrada donde estaba el grupo de Villa Palmeras, detrás de las butacas estaba la oficina de la administradora, y había dos sofás al fondo en la esquina derecha. En el medio, había un pasillo que daba a las entradas de las capillas. La única capilla que estaba abierta y encendida era la de don Marciano.
Caminé hasta la entrada para ver el cadáver de lejos, pero me distrajo cotorreo de mi madre que contaba el drama de la viuda en el mismo medio de la capilla. Me resistí a ser cómplice de aquello; di media vuelta, me senté en el vestíbulo a esperar la hora de cerrar.  
El funeral estaba planificado para salir a las 10:00 de la mañana y el entierro sería en el Cementerio de Villa Palmeras en Santurce. Antes de que saliéramos, desde fuera de la capilla, vi a mi madre acercarse al féretro y, con mucha dulzura, pasarle la mano por la cara al cadáver y darle un beso en la frente; yo no hice absolutamente nada. Lo único que tenía en común con el cadáver era el hueco que sentía por dentro.
Fui de los últimos en llegar al cementerio. El primo despediría el duelo porque me había quedado afónico al resfriarme la noche anterior, y no de llorar como pensaban las amigas de mi madre.
Mientras el primo hablaba, mi mente se desconectó del evento y volví a pensar en mi padre. ¿Por qué tanto celo y tanto berrinche conmigo? ¿Cuál fue mi error en la relación, cuál fue el suyo? Concluí que ninguno tenía la culpa. Llegué al convencimiento de que la pugna surgió cuando dejé de ser niño. Antes en la casa había un hombre que convivía feliz con una mujer y su hijo; con el tiempo, fueron dos hombres en la misma casa y competían por el cariño de la misma mujer, aunque fueran amores distintos. Comprendí que sus discusiones eran el grito de un hombre viejo que rehusaba a dejar de ser el caudillo de la familia; era un león cansado y abatido que se sentía retado por el cachorro, pero se negaba a ceder su territorio. Ahora sé por qué me decía siempre: “Tú no tienes que traer nada aquí”. Me había convertido en su competencia en todos eventos más importantes de su vida.
Al mismo tiempo que yo crecía y me instruía más, él empequeñecía ante mis ojos. Se convirtió en un ente arcaico. Ya no era él quien me contestaba las preguntas y yo las escuchaba lleno de admiración. Era una batalla generacional cuya génesis eran los treinta y nueve años de diferencia entre uno y otro. Eran dos visiones de mundo distintas y la más antigua perdía la batalla. Los cuestionamientos ahora los hacía yo; retaba su autoridad, me rebelaba contra él. De igual forma, mientras más conocimiento adquiría yo, más ciego estaba de la carencia y realidad de mi padre. Me torné soberbio como resultado de mis propios problemas y lo marginé. Cuán inconsciente fui; pobre hombre al que no comprendí. Pienso que luchando por crecer y tratar de ser independiente, me convertí en el victimario de un hombre que ninguno de los dos supo cuán frágil y vulnerable era ante la vida; ninguno entendió por qué él se estremeció cuando, en una ocasión, le apreté el hombro con la mano. No sabía recibir cariño; no estaba acostumbrado al afecto; sin embargo, lo daba a su manera. Fue entonces que recordé una de sus llamadas frecuentes: “Mira, ven que te preparé el arroz con gandules como te gusta; ven para que te lo comas calientito". Me vino a la memoria el conjunto de bolígrafos baratos y el modesto brazalete con un leve baño en oro que me compró con lo poco que ganaba, y que atesoré como si hubieran sido las joyas más exquisitas del mundo. Fueron de los pocos regalos que me hizo ya de adulto. Me sentí culpable y vil como consecuencia de todo lo que acababa de pasar por mi mente y me angustié más. Ya a punto de pedirle que me perdonara, el primo me hizo consciente de dónde me encontraba cuando me dio una palmada por la espalda y me dijo:
—Vamos, que ya no queda nada más que hacer aquí —a la vez que sacaba un pañuelo y me decía—: Toma, sécate las lágrimas.
 Me acompañó hasta el carro y todos abandonamos el lugar.
Terminé agotado de tanto reprimir, de tanto cargo de conciencia. Esa noche me acosté temprano y soñé:
Me encontraba en el parque cuando mi padre se me apareció con una guayabera azul de manga corta, con el pelo negro conservado en brillantina y peinado hacia atrás como siempre lo tuvo, y se sentó en el banco junto a mí. Lo miré preguntándome en silencio: ¿de qué forma podría entenderse nuestro encuentro si no es por las causas del destino?; o por las causas del mismo Dios que a veces no comprendo.
Me miró directo a los ojos y me preguntó:
—¿Por qué te fuiste? —enseguida comprendí que se refería a la ocasión cuando me echó de su casa.
—¡Ay!, chico, no me hagas caso. Tú sabes cómo soy yo, que me enojo de cualquier cosa. No me hagas caso —mentí a la vez que bajaba la mirada—. Esas cosas hay que echarlas al olvido para que no nos dañen.
Me puso la mano en el muslo y preguntó:
—¿Eres feliz?
—Por supuesto que sí. Sé quién soy, papi, y tengo lo que quiero y necesito. ¿Sabes?, a pesar de todo, no me quejo del padre que tuve. Me enseñaste a luchar. Demostraste cuán grande eres cuando te necesité y me has amado, a tu manera, sin condiciones.
Nos quedamos estudiándonos en silencio. Nos pusimos de pie para despedirnos y nos abrazamos varios segundos. Sentí que la fuerza del abrazo tenía la misma intensidad del que me daba cuando era pequeño, cuando me cargaba y me llevaba a la cama; supe que tal muestra de afecto —rara en nosotros— era nuestra reconciliación porque nos amábamos de veras. Para mi sorpresa, me bajó la cabeza con las dos manos y me dio un beso en la frente como siempre hacía con mi prima. Llegué a decirle que lo quería y, ahí mismo, dio media vuelta y desapareció no sé por dónde. Esa fue la única vez que soñé con él. Nuestro encuentro esa noche no fue por causas del destino, sino para que ambos armonizáramos nuestros destinos, para despedirnos, y él pudiese descansar en paz.