martes, 28 de mayo de 2024

La inyección

Tenía siete años cuando comenzaron las consultas médicas. Los hombres se babeaban al verla pasar y decían que era la mujer más sabrosa que tenía Puerta de Tierra. Era de tez negra y medianos pechos puntiagudos. Se contoneaba cuando caminaba por la calle San Agustín camino del colmado El Dique. Su madre le calculaba el tiempo en que debía llegar a la casa para que no se distrajera con nada ni nadie. Vete, compras, bajas y regresas a la casa. No te me entretengas. Pero la progenitora no estaba todo el tiempo con ella. Tenía que salir a buscar la ropa que ambas lavarían en una pileta, y que luego plancharían, que tenían en el tercer piso del caserío donde vivíamos todos los pobres de los cincuenta. Así se ganaba la vida la viuda madre de mi paciente.

Ambas eran locas conmigo. Tienes un nene bien lindo, le decían a mí mamá. ¿Qué tú quieres ser cuando seas grande, nene?, me preguntó ella una vez. Doctor. Qué lindo. Cuando tengas que salir, me lo dejas y yo te lo cuido. Así comenzaron las visitas a su casa. Habíamos hecho un pacto de que yo practicaría la profesión que quería ser cuando fuera grande sin decirle nada a nadie. Era el único sitio donde me dejaban salir porque vivíamos frente a la vía del tren y mi madre tenía la manía de que un día el tren se saldría de las vías y me partiría en dos. O que yo me le fuera a jugar a la vía con otros muchachos mayores que yo.  

Yo bajaba las escaleras del segundo piso y caminaba hasta el edificio siguiente. Subía hasta el tercer piso y tocaba a la puerta. A la hora que ella me invitaba, se encontraba sola. Vente, vamos a practicar, me decía. Ella corría al cuarto. Se desnudaba y se tiraba bocarriba en la cama y me decía, Doctor, estoy enferma. Necesito una inyección.

Yo era responsable de ponerle las inyecciones y darle los tratamientos que la sanarían. Como no sabía bien como poner las inyecciones, ella me agarraba mi manita zurda y buscaba el dedo del corazón. Entonces ella misma llevaba el dedito a su orificio velludo entre las piernas. Allí yo tenía que hacer que el dedo temblara para que la medicina hiciera su efecto igual que hacen los dentistas cuando inyectan las encías.  Había veces que ella me decía, Tengo mucha fiebre. Sóbame aquí, y apuntaba a las pequeñas montañas que tenía en el pecho. Haz como si tienes la mano embarrada de Penetro. Yo sentía cómo la medicina le hacía su efecto porque ella suspiraba. Suspiraba y temblaba. Pero casi siempre se ponía peor porque gritaba de dolor y lloraba.

Así estuvimos hasta el día en que ambos escuchamos la puerta de la sala abrirse. Ella voló de la cama y corrió a vestirme desesperada. Pero todavía no te he puesto la inyección, le dije. Cállate, me dijo. Apenas intentaba subirse los pantys cuando entró la madre. ¿Qué haces?, gritó la madre. Le pongo una inyección, dije yo. Inyección te voy a dar yo a ti canto de depravada, dijo la madre sin yo entender nada. Y tú vete y no vuelvas por aquí. Salí corriendo asustado de la casa sin entender nada, mientras escuchaba cómo se apagaban los gritos de mi paciente según bajaba las escaleras. Tenía nueve años cuando dejé de ser su médico privado. Dos meses más tarde, luego de mi papá hablar con la mamá de mi paciente, la mudaron con una madrina a un distante campo en Barranquitas.

Años más tarde, me la encontré en un concierto de Carmita Jiménez en Bellas Artes. Seguía hermosa y el ceñido vestido que llevaba puesto lo mostraba a plenitud. El tiempo había sido benévolo con ella. Los pechos habían crecido con los años y mi entrepierna lo notó. Me le acerqué y le dije quién era. Me dio un beso en la mejilla. Luego le mostré el dedo del corazón de mi mano izquierda. Ella me miró sin entender al principio, pero luego bajó la cabeza y siguió su camino sin decir nada. Concluí que no estaba interesada en que la inyectara nuevamente.