Mientras en
el negocio de la esquina dos policías piropean a la peliteñida encargada de la
barra, una mujer corre a toda prisa por las escaleras del condominio Posada
Feliz. Se tuerce el tobillo y se le despega uno de los tacos de los zapatos.
Pierde el balance, pero no cae. La cabeza da contra la pared y deja una impresión
de sangre, igual a las obras de Jackson Pollock. Se arranca los zapatos y los deja
en la escalera. Vuelve a brincar los escalones en su intento de salir de allí lo
más rápido posible. En el hueco de las escaleras, ella escucha su jadeo. Apresurado.
Desesperado. Las gotas de sudor le bajan por la cara, por el pecho, por la
entrepierna. Está arrepentida de haber perforado el condón. Mira hacia arriba a
ver si la sigue de quien se ha defendido en su apartamento. Ella es tan volcán
en erupción como lo es él. Cómo se le ocurre agredirla en la cocina.
Desde lo
alto escucha el portazo y el golpe de las pisadas contra los escalones. Que le
dé gracias a Dios que la sartén no tenía el aceite hirviendo aún. El ritmo de
las pisadas encima supera las de ella. Ella se detiene en la parte interior de
la escalera para coger aire. ¿Por qué no se le ocurrió meterse en el cuarto y
mantener la boca cerrada como otras veces y dejar que bajaran los humos? Su
madre se lo advirtió desde el inicio de la relación, que ese hombre era como su
padre. Sigue escaleras abajo. Ninguna de las puertas de los pisos abre. “Maldita
sea”, se dice. Si la hubiera dejado tranquila, pero buscó bulla con ella. Tal
vez lo dedujo cuando ella se sobó el vientre. ¿Cuál es el problema? Desde
siempre lo ha deseado. En última instancia, lo mantendría ella. Cualquier cosa
menos golpearla en el vientre. Él se lo buscó y la sartén solo le hizo un
rasguño en la frente.
Avanza
porque las pisadas se acercan. Ve el sartén volar por el hueco de las
escaleras. Faltan tres pisos. Está desfallecía. También ve los zapatos y uno de
ellos dar contra la pared frente a ella. “Esta vez acabo contigo, cabrona. Ni la
madre mía me levanta la mano”, escuchó desde arriba.
Hala la
puerta y sale al recibidor. La silla del guardia de seguridad está vacía; no
está porque está dando la ronda. Corre en dirección a la puerta de salida.
Escucha el portazo detrás de ella. Grita. Nadie la oye. El tirón de pelo hace
que su cabeza dé contra el borde de la puerta de cristal. La frente se raja con
el golpe y escupe sangre. Ella se vira y forcejea con el hombre. Él la agarra
por el cuello manchado de rojo. Ella se deja caer y el hombre pierde el balance.
Ambos ruedan por los escalones de la entrada del condominio, pero las manos no sueltan
el agarre del cuello. Ella muerde el antebrazo hasta arrancarle un pedazo de
carne velluda; lo que provoca un alarido. Le hinca los ojos con las uñas
afiladas. Él grita más. La sangre de ambos se mezcla como se unieron ellos la
noche de boda. El hombre fornido no suelta el agarre. Se oyen dos gritos: uno
de ira y otro de desesperación. Nadie sale a los balcones porque los
acondicionadores de aire aíslan el ruido de la calle. Las manos del estibador le
comprimen la tráquea. Ella intenta hincarle los ojos otra vez, pero él intercepta
las manos con los codos. Los ojos de la mujer se le van llenando de arena; se
desinfla como muñeca de plástico, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta.
El hombre la libera. Sale del trance y se pasa las manos por la cara. Mira a
todos lados. Se pone de pie y corre calle abajo mientras llora.
Los dos policías
siguen patrullando el bar. Ninguno tiene idea de lo que acababa de suceder. Una
segunda patrulla se estaciona detrás de la primera y apaga el biombo; allí
estará hasta que termine el turno. Frente al condominio Posada Feliz permanece tirado
el cuerpo de otro cuerpo pintado con sangre.