viernes, 2 de marzo de 2012

La ejecución



Aquella mañana del 8 de febrero de 1587, se levantó temprano, pero extenuado por haber pasado la noche en vilo. Le atormentaba que su primera ejecución fuese la de María I de Escocia.  
Toda la noche caviló sobre qué pensaba la reina en aquel preciso momento en que él ansiaba escapar de todo aquello: ¿Cómo habrá recibido la noticia de su condena a muerte? ¿Acaso se mantuvo calmada o lloró? ¿Quién la acompañaba en ese instante? ¿Habrá escuchado los martillazos provenientes del gran salón del castillo de Fotheringhay donde erigían el cadalso; o las botas de los soldados apostados frente a su habitación que evitaban que, en aquellas últimas horas, ella no fuere a escapar? ¿Yacería en la cama angustiada, igual que él, o se la pasó dando vueltas en la habitación? ¿Qué Biblia le habrán llevado, una católica o alguna protestante? De haber leído y orado ya, ¿cuál lectura eligió? Algún deán protestante o algún capellán católico ¿la llegó a visitar para perdonarle los pecados? ¿Cuáles serían sus peticiones? ¿Se las habrán concedido o denegado?
El nudo en la garganta que provocó una tos seca lo saco del ensimismamiento. Su hermano mayor le había advertido que evitase conocer nada del sentenciado, pero en este caso era inevitable. El ardor en el estómago seguía intolerable y las nauseas no cedían. ¡Una reina, mierda; una reina! ¿Por qué me tocó esta condenada ejecución? Si hubiese sido cualquiera otra persona, todo sería más fácil.
Hasta él llegó el rumor de que la reina Isabel retuvo la orden de ejecución por varios días antes de firmarla. ¿Por qué? ¿Acaso no estaba segura de que María hubiese formado parte de la conspiración para asesinarla?¿Cabría la posibilidad de que fuere inociente?
***
El primero en llegar fue él. El estómago no había dejado de molestarle. La boca la tenía reseca y la respiración seguía entrecortada. El flujo sanguíneo martillaba tratando de partirle la cabeza en dos. Conocía que la ejecución sería privada porque había que evitar a toda costa que el pueblo se arremolinara frente al patíbulo tratando de que la sangre de la reina, a la que ya le atribuían poderes curativos, les salpicara el rostro y el torso.
El hombre estudió el andamio de tres pies de alto, cubierto de negro. Sobre la tarima colocaron varias butacas, el banquillo donde colocarían la ropa que se quitare la sentenciada, el bloque de madera, el cojín donde se arrodillaría la mujer y el hacha manchada de sangre seca.
La espera se hacía interminable. Por fin, entró ella; su séquito, detrás. La vio subir solemne y gallarda. Tan erguida llegó que daba la impresión de medir más dos metros. Miró de frente a su ejecutor, y él interpretó que lo absolvía.
El hombre notó cómo María clavaba la mirada a cada uno de los presentes, y respiraba profundo mientras daban lectura a su sentencia. Otro verdugo se arrodilló frente a ella e imploró su perdón. Con mucho aplomo, contestó la reina:
—Os perdono a ejemplo de mi Redentor.
El ejecutor se echó a un lado, para que las desconsoladas damas de compañía ayudaran a la reina a despojarse del vestido negro, de la mantilla crema que llegaba hasta la cintura y del crucifijo. Todos, con cara destemplada, dejaron escapar un suspiro sorpresivo cuando quedaron al descubierto el refajo y el corpiño en satén rojo que María llevaba debajo del vestido. La conclusión general fue que la mujer quería comunicar que no moría por sus crímenes, porque era conocimiento general que se había declarado inocente de todos, sino por su condición de católica. Fue entonces que ella se dirigió al segundo verdugo luego de rechazar la ayuda que le ofrecía él:
—Nunca había tenido tanta gente que me ayudase a desvestirme y nunca lo había hecho delante de tanta compañía.
            Dicho esto, le vendaron los ojos y se arrodilló sobre el cojín. Posó la cabeza sobre el bloque sin la menor señal de temor y extendió lo brazos. Antes de que el verdugo levantara el hacha, la escuchó decir:
Mi fe es la antigua fe católica. Es por ella que doy mi vida. En ti confío. ¡Oh!, mi Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Tratando de controlar los nervios, el ejecutor levantó el hacha. Llenó de aire los pulmones y se armó de valor para decapitarla de un solo golpe, pero el torpe golpe, en vez de caer en la juntura del cuello, pegó sobre la nuca. De inmediato, se escuchó el grito sordo de la reina, al que contestaron los gemidos de la asamblea.
El verdugo afectado por tal ineptitud, halló en su turbación una energía tardía. Volvió a levantar el hacha y sin pensarlo, con más fuerza, la dejó caer por segunda ocasión sobre el cuello de María. Esta vez quedó pendida de un tendón. El silencio arropó el lugar. Fue luego de que el verdugo usara el filo del hacha como cuchillo para cortar el tejido fibroso que se desprendió. El hombre balbuceó un lamento y se agachó para levantarla. Cuando sostuvo en alto la palpitante cabeza sanguinolenta y gritó con voz entrecortada: «¡Dios salve a la Reina!», se quedó con los mechones castaños de la peluca de María. La cabeza rodó por el suelo dejando al descubierto la alopecia que la vanidad femenina había tratado de ocultar.
Dos días más tarde, el hombre que se inició como verdugo y que entre lamentaciones se juró que no ejecutaría a nadie más, anudó la soga que se colocó alrededor de su cuello y se ahorcó.

Aquella mañana del 8 de febrero de 1587, se levantó temprano, pero extenuado por haber pasado la noche en vilo. Le atormentaba que su primera ejecución fuese la de María I de Escocia.  
Toda la noche caviló sobre qué pensaba la reina en aquel preciso momento en que él ansiaba escapar de todo aquello: ¿Cómo habrá recibido la noticia de su condena a muerte? ¿Acaso se mantuvo calmada o lloró? ¿Quién la acompañaba en ese instante? ¿Habrá escuchado los martillazos provenientes del gran salón del castillo de Fotheringhay donde erigían el cadalso; o las botas de los soldados apostados frente a su habitación que evitaban que, en aquellas últimas horas, ella no fuere a escapar? ¿Yacería en la cama angustiada, igual que él, o se la pasó dando vueltas en la habitación? ¿Qué Biblia le habrán llevado, una católica o alguna protestante? De haber leído y orado ya, ¿cuál lectura eligió? Algún deán protestante o algún capellán católico ¿la llegó a visitar para perdonarle los pecados? ¿Cuáles serían sus peticiones? ¿Se las habrán concedido o denegado?
El nudo en la garganta que provocó una tos seca lo saco del ensimismamiento. Su hermano mayor le había advertido que evitase conocer nada del sentenciado, pero en este caso era inevitable. El ardor en el estómago seguía intolerable y las nauseas no cedían. ¡Una reina, mierda; una reina! ¿Por qué me tocó esta condenada ejecución? Si hubiese sido cualquiera otra persona, todo sería más fácil.
Hasta él llegó el rumor de que la reina Isabel retuvo la orden de ejecución por varios días antes de firmarla. ¿Por qué? ¿Acaso no estaba segura de que María hubiese formado parte de la conspiración para asesinarla?¿Cabría la posibilidad de que fuere inociente?
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El primero en llegar fue él. El estómago no había dejado de molestarle. La boca la tenía reseca y la respiración seguía entrecortada. El flujo sanguíneo martillaba tratando de partirle la cabeza en dos. Conocía que la ejecución sería privada porque había que evitar a toda costa que el pueblo se arremolinara frente al patíbulo tratando de que la sangre de la reina, a la que ya le atribuían poderes curativos, les salpicara el rostro y el torso.
El hombre estudió el andamio de tres pies de alto, cubierto de negro. Sobre la tarima colocaron varias butacas, el banquillo donde colocarían la ropa que se quitare la sentenciada, el bloque de madera, el cojín donde se arrodillaría la mujer y el hacha manchada de sangre seca.
La espera se hacía interminable. Por fin, entró ella; su séquito, detrás. La vio subir solemne y gallarda. Tan erguida llegó que daba la impresión de medir más dos metros. Miró de frente a su ejecutor, y él interpretó que lo absolvía.
El hombre notó cómo María clavaba la mirada a cada uno de los presentes, y respiraba profundo mientras daban lectura a su sentencia. Otro verdugo se arrodilló frente a ella e imploró su perdón. Con mucho aplomo, contestó la reina:
—Os perdono a ejemplo de mi Redentor.
El ejecutor se echó a un lado, para que las desconsoladas damas de compañía ayudaran a la reina a despojarse del vestido negro, de la mantilla crema que llegaba hasta la cintura y del crucifijo. Todos, con cara destemplada, dejaron escapar un suspiro sorpresivo cuando quedaron al descubierto el refajo y el corpiño en satén rojo que María llevaba debajo del vestido. La conclusión general fue que la mujer quería comunicar que no moría por sus crímenes, porque era conocimiento general que se había declarado inocente de todos, sino por su condición de católica. Fue entonces que ella se dirigió al segundo verdugo luego de rechazar la ayuda que le ofrecía él:
—Nunca había tenido tanta gente que me ayudase a desvestirme y nunca lo había hecho delante de tanta compañía.
            Dicho esto, le vendaron los ojos y se arrodilló sobre el cojín. Posó la cabeza sobre el bloque sin la menor señal de temor y extendió lo brazos. Antes de que el verdugo levantara el hacha, la escuchó decir:
Mi fe es la antigua fe católica. Es por ella que doy mi vida. En ti confío. ¡Oh!, mi Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Tratando de controlar los nervios, el ejecutor levantó el hacha. Llenó de aire los pulmones y se armó de valor para decapitarla de un solo golpe, pero el torpe golpe, en vez de caer en la juntura del cuello, pegó sobre la nuca. De inmediato, se escuchó el grito sordo de la reina, al que contestaron los gemidos de la asamblea.
El verdugo afectado por tal ineptitud, halló en su turbación una energía tardía. Volvió a levantar el hacha y sin pensarlo, con más fuerza, la dejó caer por segunda ocasión sobre el cuello de María. Esta vez quedó pendida de un tendón. El silencio arropó el lugar. Fue luego de que el verdugo usara el filo del hacha como cuchillo para cortar el tejido fibroso que se desprendió. El hombre balbuceó un lamento y se agachó para levantarla. Cuando sostuvo en alto la palpitante cabeza sanguinolenta y gritó con voz entrecortada: «¡Dios salve a la Reina!», se quedó con los mechones castaños de la peluca de María. La cabeza rodó por el suelo dejando al descubierto la alopecia que la vanidad femenina había tratado de ocultar.
Dos días más tarde, el hombre que se inició como verdugo y que entre lamentaciones se juró que no ejecutaría a nadie más, anudó la soga que se colocó alrededor de su cuello y se ahorcó.