Aquella mañana del 8 de febrero de 1587, se
levantó temprano, pero extenuado por haber pasado la noche en vilo. Le
atormentaba que su primera ejecución fuese la de María I de Escocia.
Toda la noche caviló sobre qué pensaba la
reina en aquel preciso momento en que él ansiaba escapar de todo aquello: ¿Cómo habrá recibido la noticia de su
condena a muerte? ¿Acaso se mantuvo calmada o lloró? ¿Quién la acompañaba en
ese instante? ¿Habrá escuchado los martillazos provenientes del gran salón del castillo
de Fotheringhay donde erigían el
cadalso; o las botas de los soldados apostados frente a su habitación que
evitaban que, en aquellas últimas horas, ella no fuere a escapar? ¿Yacería en
la cama angustiada, igual que él, o se la pasó dando vueltas en la habitación? ¿Qué
Biblia le habrán llevado, una católica o alguna protestante? De haber leído y orado
ya, ¿cuál lectura eligió? Algún deán protestante o algún capellán católico ¿la llegó
a visitar para perdonarle los pecados? ¿Cuáles serían sus peticiones? ¿Se las habrán
concedido o denegado?
El nudo en la garganta que provocó una tos
seca lo saco del ensimismamiento. Su hermano mayor le había advertido que
evitase conocer nada del sentenciado, pero en este caso era inevitable. El
ardor en el estómago seguía intolerable y las nauseas no cedían. ¡Una reina, mierda; una reina! ¿Por qué me tocó esta condenada ejecución? Si
hubiese sido cualquiera otra persona, todo sería más fácil.
Hasta él llegó el rumor de que la reina
Isabel retuvo la orden de ejecución por varios días antes de firmarla. ¿Por qué? ¿Acaso no estaba segura de que María
hubiese formado parte de la conspiración para asesinarla?¿Cabría la posibilidad
de que fuere inociente?
***
El primero en llegar fue él. El estómago no
había dejado de molestarle. La boca la tenía reseca y la respiración seguía
entrecortada. El flujo sanguíneo martillaba tratando de partirle la cabeza en
dos. Conocía que la ejecución sería privada porque había que evitar a toda
costa que el pueblo se arremolinara frente al patíbulo tratando de que la
sangre de la reina, a la que ya le atribuían poderes curativos, les salpicara
el rostro y el torso.
El hombre estudió el andamio de tres pies
de alto, cubierto de negro. Sobre la tarima colocaron varias butacas, el
banquillo donde colocarían la ropa que se quitare la sentenciada, el bloque de
madera, el cojín donde se arrodillaría la mujer y el hacha manchada de sangre
seca.
La espera se hacía interminable. Por fin, entró
ella; su séquito, detrás. La vio subir solemne y gallarda. Tan erguida llegó que
daba la impresión de medir más dos metros. Miró de frente a su ejecutor, y él
interpretó que lo absolvía.
El hombre notó cómo María clavaba la mirada a cada
uno de los presentes, y respiraba profundo mientras daban lectura a su
sentencia. Otro verdugo se arrodilló frente a ella e imploró su perdón. Con mucho
aplomo, contestó la reina:
—Os perdono a ejemplo de mi Redentor.
El ejecutor se echó a un lado, para que las desconsoladas
damas de compañía ayudaran a la reina a despojarse del
vestido negro, de la mantilla crema que llegaba hasta la cintura y del
crucifijo. Todos, con cara destemplada, dejaron escapar un suspiro sorpresivo
cuando quedaron al descubierto el refajo y el corpiño en satén rojo que María llevaba
debajo del vestido. La conclusión general fue que la mujer quería comunicar que
no moría por sus crímenes, porque era conocimiento general que se había
declarado inocente de todos, sino por su condición de católica. Fue entonces
que ella se dirigió al segundo verdugo luego de rechazar la ayuda que le
ofrecía él:
—Nunca había tenido tanta gente que
me ayudase a desvestirme y nunca lo había hecho delante de tanta compañía.
Dicho
esto, le vendaron los ojos y se arrodilló sobre el cojín. Posó la cabeza sobre
el bloque sin la menor señal de temor y extendió lo brazos. Antes de que el
verdugo levantara el hacha, la escuchó decir:
—Mi fe es la antigua
fe católica. Es por ella que doy mi vida. En ti confío. ¡Oh!, mi Señor, en tus
manos encomiendo mi espíritu.
Tratando de controlar los nervios, el ejecutor
levantó el hacha. Llenó de aire los pulmones y se armó de valor para decapitarla
de un solo golpe, pero el torpe golpe, en vez de caer en la juntura del cuello,
pegó sobre la nuca. De inmediato, se escuchó el grito sordo de la reina, al que
contestaron los gemidos de la asamblea.
El verdugo afectado por tal ineptitud,
halló en su turbación una energía tardía. Volvió a levantar el hacha y sin
pensarlo, con más fuerza, la dejó caer por segunda ocasión sobre el cuello de
María. Esta vez quedó pendida de un tendón. El silencio arropó el lugar. Fue
luego de que el verdugo usara el filo del hacha como cuchillo para cortar el tejido
fibroso que se desprendió. El hombre balbuceó un lamento y se agachó para
levantarla. Cuando sostuvo en alto la palpitante
cabeza sanguinolenta y gritó con voz entrecortada: «¡Dios salve a la Reina!», se quedó con
los mechones castaños de la peluca de María. La cabeza rodó por el suelo
dejando al descubierto la alopecia que la vanidad femenina había tratado de
ocultar.
Dos días más tarde, el hombre que se inició
como verdugo y que entre lamentaciones se juró que no ejecutaría a nadie más, anudó
la soga que se colocó alrededor de su cuello y se ahorcó.
Aquella mañana del 8 de febrero de 1587, se
levantó temprano, pero extenuado por haber pasado la noche en vilo. Le
atormentaba que su primera ejecución fuese la de María I de Escocia.
Toda la noche caviló sobre qué pensaba la
reina en aquel preciso momento en que él ansiaba escapar de todo aquello: ¿Cómo habrá recibido la noticia de su
condena a muerte? ¿Acaso se mantuvo calmada o lloró? ¿Quién la acompañaba en
ese instante? ¿Habrá escuchado los martillazos provenientes del gran salón del castillo
de Fotheringhay donde erigían el
cadalso; o las botas de los soldados apostados frente a su habitación que
evitaban que, en aquellas últimas horas, ella no fuere a escapar? ¿Yacería en
la cama angustiada, igual que él, o se la pasó dando vueltas en la habitación? ¿Qué
Biblia le habrán llevado, una católica o alguna protestante? De haber leído y orado
ya, ¿cuál lectura eligió? Algún deán protestante o algún capellán católico ¿la llegó
a visitar para perdonarle los pecados? ¿Cuáles serían sus peticiones? ¿Se las habrán
concedido o denegado?
El nudo en la garganta que provocó una tos
seca lo saco del ensimismamiento. Su hermano mayor le había advertido que
evitase conocer nada del sentenciado, pero en este caso era inevitable. El
ardor en el estómago seguía intolerable y las nauseas no cedían. ¡Una reina, mierda; una reina! ¿Por qué me tocó esta condenada ejecución? Si
hubiese sido cualquiera otra persona, todo sería más fácil.
Hasta él llegó el rumor de que la reina
Isabel retuvo la orden de ejecución por varios días antes de firmarla. ¿Por qué? ¿Acaso no estaba segura de que María
hubiese formado parte de la conspiración para asesinarla?¿Cabría la posibilidad
de que fuere inociente?
***
El primero en llegar fue él. El estómago no
había dejado de molestarle. La boca la tenía reseca y la respiración seguía
entrecortada. El flujo sanguíneo martillaba tratando de partirle la cabeza en
dos. Conocía que la ejecución sería privada porque había que evitar a toda
costa que el pueblo se arremolinara frente al patíbulo tratando de que la
sangre de la reina, a la que ya le atribuían poderes curativos, les salpicara
el rostro y el torso.
El hombre estudió el andamio de tres pies
de alto, cubierto de negro. Sobre la tarima colocaron varias butacas, el
banquillo donde colocarían la ropa que se quitare la sentenciada, el bloque de
madera, el cojín donde se arrodillaría la mujer y el hacha manchada de sangre
seca.
La espera se hacía interminable. Por fin, entró
ella; su séquito, detrás. La vio subir solemne y gallarda. Tan erguida llegó que
daba la impresión de medir más dos metros. Miró de frente a su ejecutor, y él
interpretó que lo absolvía.
El hombre notó cómo María clavaba la mirada a cada
uno de los presentes, y respiraba profundo mientras daban lectura a su
sentencia. Otro verdugo se arrodilló frente a ella e imploró su perdón. Con mucho
aplomo, contestó la reina:
—Os perdono a ejemplo de mi Redentor.
El ejecutor se echó a un lado, para que las desconsoladas
damas de compañía ayudaran a la reina a despojarse del
vestido negro, de la mantilla crema que llegaba hasta la cintura y del
crucifijo. Todos, con cara destemplada, dejaron escapar un suspiro sorpresivo
cuando quedaron al descubierto el refajo y el corpiño en satén rojo que María llevaba
debajo del vestido. La conclusión general fue que la mujer quería comunicar que
no moría por sus crímenes, porque era conocimiento general que se había
declarado inocente de todos, sino por su condición de católica. Fue entonces
que ella se dirigió al segundo verdugo luego de rechazar la ayuda que le
ofrecía él:
—Nunca había tenido tanta gente que
me ayudase a desvestirme y nunca lo había hecho delante de tanta compañía.
Dicho
esto, le vendaron los ojos y se arrodilló sobre el cojín. Posó la cabeza sobre
el bloque sin la menor señal de temor y extendió lo brazos. Antes de que el
verdugo levantara el hacha, la escuchó decir:
—Mi fe es la antigua
fe católica. Es por ella que doy mi vida. En ti confío. ¡Oh!, mi Señor, en tus
manos encomiendo mi espíritu.
Tratando de controlar los nervios, el ejecutor
levantó el hacha. Llenó de aire los pulmones y se armó de valor para decapitarla
de un solo golpe, pero el torpe golpe, en vez de caer en la juntura del cuello,
pegó sobre la nuca. De inmediato, se escuchó el grito sordo de la reina, al que
contestaron los gemidos de la asamblea.
El verdugo afectado por tal ineptitud,
halló en su turbación una energía tardía. Volvió a levantar el hacha y sin
pensarlo, con más fuerza, la dejó caer por segunda ocasión sobre el cuello de
María. Esta vez quedó pendida de un tendón. El silencio arropó el lugar. Fue
luego de que el verdugo usara el filo del hacha como cuchillo para cortar el tejido
fibroso que se desprendió. El hombre balbuceó un lamento y se agachó para
levantarla. Cuando sostuvo en alto la palpitante
cabeza sanguinolenta y gritó con voz entrecortada: «¡Dios salve a la Reina!», se quedó con
los mechones castaños de la peluca de María. La cabeza rodó por el suelo
dejando al descubierto la alopecia que la vanidad femenina había tratado de
ocultar.
Dos días más tarde, el hombre que se inició
como verdugo y que entre lamentaciones se juró que no ejecutaría a nadie más, anudó
la soga que se colocó alrededor de su cuello y se ahorcó.