Mi abuelo contaba el cuento a su manera, como era de esperar. El malo era yo. Siempre fue muy suspicaz y tal desconfianza lo llevó a concluir que yo había empujado a Cristo Manuel, pero no ocurrió así. Lloró la muerte de mi hermano hasta que dejó de existir.
Nuestros padres nos habían llevado a casa del abuelo para que pasáramos el verano con él mientras ellos embarcaban a Europa en busca de familiares desconocidos. A mamá se le había metido en la cabeza conocer los supuestos parientes lejanos al otro lado del mundo. Se había carteado y telegrafiado con funcionarios de gobierno en España y en Génova que trataban tales asuntos, y ahora iban tras las pistas que les habían provisto. Años más tarde, me enteraría que tal aventura sólo era la excusa para internarla en un sanatorio donde llevaban a enfermos mentales. De allí, no saldría jamás.
Yo era como mi madre, libre de espíritu y reaccionaba de manera impulsiva. Ambos éramos impredecibles. Bo, como apodábamos al abuelo, decía que hacíamos las cosas sin pensar; que ninguno de los dos anticipaba consecuencias y que por ello siempre acabábamos mal o metidos en algún lío.
La cabaña de Bo se encontraba en una planicie cerca de la pendiente más empinada de la montaña. Cualquier cosa que se despeñara por allí se perdía en el abismo infinito, creía yo. Odiaba el lugar porque la altura me provocaba vértigo. Lo único que me entretenía era leer.
Como la pequeña cabaña tenía dos dormitorios, mi hermano y yo teníamos que compartir la misma habitación y dormir en camitas gemelas diferenciadas por las iniciales de cada cual talladas en la cabecera. En la mía resaltaba la «M» de Malaquías; en la de mi hermano resaltaban dos iniciales —por supuesto—: «CM» de Cristo Manuel.
El abuelo se mudó allí porque el sufrimiento y la tristeza lo abatieron luego de que su amada Virginia se suicidara al mezclar Verde de París con la comida. La congoja de no haber parido pudo más que su deseo de vivir. A Bo le acompañaban su colección de libros arcaicos y Camilo, un gran danés macilento que, por lo viejo que era, danzaba en vez de caminar.
Aquel desalmado estaba feliz hasta que llegaba yo. Todavía no sabía por qué, pero siempre que me tenía de frente endurecía la mirada y me perforaba el alma con su furia cuando me regañaba.
Ni siquiera para mi padre, por ser el hijo mayor, era el preferido. Cristo Manuel recibía todas las atenciones de ambos. No fue hasta años más tarde que —escondido detrás de la puerta durante las acaloradas discusiones— descifré la intriga de por qué abuelo reprochaba a mamá que yo era el hijo de un pecado. La vez que accidentalmente rompí los espejuelos de Bo y me oculté debajo de su cama, encontré un cajón con cartas viejas. Entre ellas, había una que mamá dirigía a otro hombre que no era mi padre. Allí le comunicaba mi nacimiento y que él era mi progenitor; que, por favor, regresara por ella. Tal hecho explicaba por qué no era rubio y ni de ojos claros como todos los demás. Fue en ese momento que tuvo sentido el rechazo lacerante al que fui sometido tanto por Bo como por mi padre. Nadie se enteró de mi hallazgo.
Cristo había descubierto la manera de manipularlos a todos, hacer lo que le viniera en gana y salir impune. Cuando se me ocurría intentar algo parecido con Bo, mi recompensa era el bofetón. Lo próximo era la tapa de madera de la caja de cigarros llena de piedras filosas que tenía preparada fuera de la cabaña, para arrodillarme desnudo por una hora. Recuerdo las manos ásperas y callosas que me apretaban y me empujaban sobre las malditas piedras; pero a nadie le daba el gusto de verme llorar. Fue así que comencé a sentir desprecio y repulsión por Cristo Manuel cada vez que se mofaba de que yo no pudiera hacer lo mismo que él lograba con facilidad.
El último día de nuestra estadía en aquella inhóspita casa, Bo decidió llevarnos a la ciudad amurallada, como le llamaban, para que exploráramos los pasillos, los cañones y todos los rincones del castillo que nos legaron ciertos invasores europeos. El medio de transporte para llegar hasta la ciudad era la camioneta de Bo. La había tenido por años y hacía sonidos extraños cuando la aceleraba porque el silenciador parecía más un colador que otra cosa. Naturalmente, mi hermano iría sentado adentro al lado del abuelo, y yo —como era la costumbre—, estaría a la intemperie, atrás rodando por el piso hasta que llegáramos a la ciudad.
Tan pronto nos bajamos en el estacionamiento, comenzamos a correr hacia la entrada, pero el alarido del anciano nos detuvo. Por ser un día de trabajo, el castillo parecía casi desierto. Ya en la plazoleta, nos separamos de Bo, quien se sentó en un banco a esperar a que nos cansáramos; no sin antes agarrarme por los brazos con las manos callosas y advertirme que no fuese a hacer nada que lo pudiera avergonzar o me las vería con él cuando llegáramos a la casa.
Subimos la rampa hasta llegar a una celda maloliente. Allí en lo alto, Cristo corrió y se tiró contra la reja de hierro que protegía la abertura al fondo y que daba al mar. Se viró para mofarse de que él podía treparse a mirar para abajo y ver cómo las olas batían contra la muralla del castillo y contra las rocas que lo bordeaban. Se jactaba de que él no se llenaba de miedo como yo. Me mantuve pegado a la pared, inmóvil, mientras él seguía con su burla irritante. Mantuve silencio.
Me deslicé hasta salir de la celda, al mismo tiempo que escuchaba las carcajadas humillantes de mi hermano llamándome cobarde y gallina. Respiré profundamente hasta sentirme mareado y con deseos de vomitar. Seguía pegado a la pared cuando escuché que algo se quebraba en la celda y escuché el grito. De la misma manera que salí, volví a entrar lo más rápido que pude, y vi a Cristo agarrado con una mano de la reja enmohecida que había protegido el hueco en forma de arco por tanto tiempo, y agarrado del piso con la otra. La mano derecha bañaba de sangre el brazo al haber quedado entremetida en la corrosión. Tal imagen me recordó al Cristo de la cruz. Lloraba y rogaba que le ayudara porque no podía sostenerse más. Traté de moverme hacía él, pero mi cuerpo no respondía. Me tiré al piso y comencé a gatear para acercarme más adonde estaba él. Recuerdo que decía que no lo dejara morir. Lo último que escuché de su boca fue mi nombre.
Mi abuelo contó el cuento a su manera, como era de esperar. No le cupo duda de que el malo era yo. Siempre fue muy suspicaz y tal desconfianza lo llevó a acusarme de que empujé a Cristo Manuel, más aún cuando notó el cinismo en mi cara. Fue la última vez que la mano callosa del infeliz me marcaba la cara. Lloró por mi hermano hasta que dejó de maldecirme. Jamás me dirigió la palabra ni quiso saber de mí.
Como una película recurrente, he visto y revivido todos los sucesos fatales de ese día. He escuchado cómo Cristo me repetía que no aguantaba más; que lo ayudara. Pero pesó más la angustia producto de los abusos y las mofas constantes que sufrí; producto del rechazo de todos, menos de mi madre y Virginia. Fue entonces que, cuando levanté la cabeza y le miré fijamente, le dije con firmeza que ese era el cobro por el martirio al que me había sometido y por haber nacido; que quién era el gallina ahora. Observé su cara llenarse de pavor. Su mirada aterrada se clavó en mí cuando le sonreí. Sentía cómo me convertía en otro. Me imploró, me suplicó que le ayudase, que se portaría mejor conmigo, pero me mantuve firme negándome con la cabeza a la vez que trataba de ocultar mi júbilo. Quizá no fue sabio no hacer nada. Tal vez por eso se cansó y se dejó caer.
El que nadie me haya creído ha sido mi castigo. Quizá no ha sido sabio no haber hecho nada. Tal vez por eso Cristo se ha cansado otra vez y se ha dejado caer. En veinticinco años nadie ha venido a visitarme.